Enrique Aguilar

Por Enrique Aguilar R.

Con su voluntad de transgredir las formas narrativas convencionales, Gustavo Sainz volvió a sorprender a los lectores, mexicanos y no, con A troche y moche, su novela número quince, y por la cual a finales del 2003 le otorgaron el Premio Narrativa Colima, “a la mejor novela publicada en ese año”, y también el Premio de Narrativa México-Quebec, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del mismo lapso.

Esta obra doblemente galardonada es una larga cadena de oraciones sin punto final, enunciados con los cuales se narra por medio tanto de monólogos interiores, como de breves intervenciones de un narrador omnisciente, los pensamientos, reflexiones y percepciones de un escritor víctima de un secuestro, y que en esa incómoda situación recuerda lecturas, datos y anécdotas.

Aquí el narrador creado por Sainz se refiere tanto al programa de televisión de Cristina la cretina –que por la…

Ver la entrada original 880 palabras más

Por Enrique Aguilar R.

Con su voluntad de transgredir las formas narrativas convencionales, Gustavo Sainz volvió a sorprender a los lectores, mexicanos y no, con A troche y moche, su novela número quince, y por la cual a finales del 2003 le otorgaron el Premio Narrativa Colima, “a la mejor novela publicada en ese año”, y también el Premio de Narrativa México-Quebec, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del mismo lapso.

Esta obra doblemente galardonada es una larga cadena de oraciones sin punto final, enunciados con los cuales se narra por medio tanto de monólogos interiores, como de breves intervenciones de un narrador omnisciente, los pensamientos, reflexiones y percepciones de un escritor víctima de un secuestro, y que en esa incómoda situación recuerda lecturas, datos y anécdotas.

Aquí el narrador creado por Sainz se refiere tanto al programa de televisión de Cristina la cretina –que por la frecuencia con la que sus captores lo sintonizan al parecer la toman como su filósofa de cabecera-, así como a conocimientos especializados sobre filósofos y narradores griegos, la antigüedad del mundo, la mitología, la poesía y la vida cotidiana.

Desde su incursión en la narrativa mexicana con Gazapo, Sainz fue catalogado como integrante de los escritores de “la Onda”, ese gran grupo narradores que escribían sobre las aventuras de personajes adolescentes, proclives al rock, el alcohol, el sexo y las drogas, gran clan que en realidad no era tal, y que en los hechos se redujo a tres integrantes: Parménides García Saldaña, que sí le ponía a la mota y al alcohol, igual que sus personajes, pero él en lo personal no mucho, no por falta de ganas sino de capacidad física, porque a decir de José Agustín, el integrante principal de ese conjunto 🙂 el buen Par con poco más de una cerveza y una bacha se ponía hasta el gorro porque tenía una lesión cerebral. Los otros integrantes de esa banda fueron José Agustín, quien sí se metió en casi todo tipo de aventuras psicodélicas, pero que con justa razón rechaza la clasificación “ondera” por simplista, y Jesús Luis Benítez “el Buker”, quien se ahogó en un arroyo de alcohol y nada más produjo un librito de cuentos que para su mala fortuna fue editado con las patas y la mayor parte del tiraje acabó mal compaginado y peor encuadernado.

Sirva este breviario cultural para mencionar –porque mi pecho no es bodega, como decía el filósofo de Tlalpujahua-, que si algunos vicios sí tiene Sainz, éstos no son ninguno de los mencionados sino los de: dormirse temprano, leer novelas complicadas, buscar la compañía de chicas jóvenes y bonitas (aunque en éste último rubro, con la edad, el gran magíster ha bajado bastantito sus estándares :), el comer pan de dulce, ver películas (por lo menos una al día) y anotar de manera inexcusable en su diario personal y en su agenda, los hechos más relevantes de cada uno de sus días, sus lecturas, sus citas.

Al hablar de Sainz, me refiero al escritor que se atrevió a contarnos casi en forma de bolero romántico –me refiero a su novela Compadre Lobo– cómo es que un par de vagos de un barrio cualquiera logran convertirse en jóvenes intelectuales, uno como pintor y el otro como escritor. También puedo hablar de un novelista tan vanguardista que en La novela virtual escribe sobre los ligues de un casi viejo profesor de universidad gringa, tanto con una chica a la que sólo se le identifica porque está buenérrima y trae un anillo en el ombligo, que se amarra a una jovenzuela a la que impresiona con el erudito contenido de sus mensajes por correo electrónico.

Para no alargarme sólo agregaré que Sainz ha sido capaz de contarnos la novela dentro de la novela, en Muchacho en llamas, o la novela dentro de la novela dentro de la novela, o sea la novela de tres pisos, en Quiero escribir pero me sale espuma, o una novela sólo hecha con preguntas en La muchacha que tenía la culpa de todo, o una historia con base en puras notas de pie de página, como en Con tinta sangre del corazón, o la historia de una chica medio loquita, a partir de un narrador homo-extradiegético que recoge y ordena los monólogos de esa chava en La Princesa del Palacio de Hierro (como lo demuestro en mi tesis de doctorado 🙂 , y ha estructurado una novela sólo con puros principios de narración en Fantasmas aztecas

Con esos retos, motivaciones, obsesiones imaginativas puestas por escrito, Sainz parece decir: todas las demás drogas y excesos, excepto el de la afición por las chicas, salen sobrando… y por ello se puede afirmar también que él es el escritor mexicano más alucinado, o mejor, más alucinante, novela a novela.

Y si se tratara aquí de intentar descubrirle más trucos narrativos al gran magíster, se puede señalar que por ese flujo de la conciencia del escritor secuestrado que aparece en A troche y moche, lo que se puede apreciar son múltiples líneas argumentales que abarcan tanto las enfermedades y diversas formas de morir de infinidad de artistas y escritores, hasta reflexiones sobre el placer, el deseo, la sexualidad, Dios, el tiempo, la filosofía, la oscuridad y el espacio, en un ameno y a la vez sorprendente despliegue enciclopédico.

Hace muchos años, Sainz dijo: la fortaleza de la novela reside en su capacidad de contenerlo todo, o casi todo, y desde hace muchas novelas, como aquí brevemente se ha ejemplificado, él una y otra vez se ha arriesgado a demostrar eso que planteó, y que en A troche y moche se ve mejor que en sus novelas anteriores, y que es el hecho de que en efecto todo cabe en una novela, pero con el único, indispensable y complicado requisito de que ese todo, es necesario saberlo acomodar.

El asombro, el placer y la admiración que provoca la lectura de A troche y moche, y ahora que lo lean lo van a comprobar, reside en el tino con que Gustavo Sainz ha sabido acomodar este material narrativo que tiende hacia la totalidad.

Una monja en la oscuridad

Publicado: abril 15, 2011 en Cuentos

Por Enrique Aguilar R

En el invierno de 1784, cuando iba por el pasadizo subterráneo que unía a la iglesia con el convento, cargando una charola en la que llevaba una taza de chocolate y unos panecillos que la madre superiora me dijo que le llevara al señor cura para la merienda, en medio de ese pasaje sentí tras de mí la presencia de alguien que la titubeante flama de la vela con la que me alumbraba no me permitió reconocer. Ese individuo, surgido de las penumbras, con mucha suavidad se me acercó.

            -¿Le ayudo con la charola, hermana? –me preguntó con su tersa voz.

            -No es necesario –repliqué con una confianza que no sentía, al recordar las historias que otras novicias entre susurros contaban de lo que les había pasado en ese lúgubre pasadizo, sucesos bochornosos que la madre superiora sólo atribuía a la resistencia de las jóvenes hermanas para pisar el terreno vedado de la iglesia.

            -No camine rápido, se puede tropezar –me aconsejó ese súbito acompañante.

            -Lo que sucede es que no quiero que se enfríe el chocolate –dije sin aminorar el paso que su aparición hizo que apresurara.

            Para mi desgracia, una racha de viento apagó la vela y tuve que detenerme. En la oscuridad total, traté de conservar la calma. Pensé que con un poco de  tiempo     mis ojos se acostumbrarían y en seguida podría continuar mi camino, pero pasaron los segundo y no fue así.

            -Si usted gusta, y no le molesta que la tome del brazo, yo la puedo guiar –dijo el hombre, o lo que fuera, que estaba a mi lado.

            Sin esperar mi respuesta me tomó con delicadeza por el codo e intentamos caminar, pero mi turbación era mucha y empecé a temblar. Al sentir en los pulgares el chocolate derramado unas lágrimas rodaron por mis mejillas.

            -Confíe en mí –dijo él, y pasó con mucha suavidad su mano por mi talle que nunca había sentido un roce tal e hizo que todo mi cuerpo se estremeciera, al tiempo que reanudamos el camino.

No sé cuantos pasos di así tomada, pero lo que sí sé es que al poco tiempo un líquido suave comenzó a invadirme la entrepierna, y empecé a andar entre suspiros.

-No tenga miedo, yo la voy a cuidar –dijo él a mi oído, para tranquilizarme, y el roce de sus labios en el lóbulo de mi oreja me provocó una nueva avalancha de emociones que hizo que dejara salir algo como un gemido.

A continuación, él se acercó más a mí y sentí que posaba sus labios en mi cuello, que para mi desgracia, y por haber estado antes ayudando en la cocina yo llevaba en esos momentos sin toca. Me dio un beso muy largo, con el que me llevó al infinito, aunque con un poco de punzante dolor, y si no tiré la charola con la merienda del señor cura fue de puro milagro.

-¡Por Dios nuestro señor, déjeme usted! –alcancé a decir, en medio de ese delirio, y al instante él se apartó, y yo, al ver en el fondo del pasillo la luz de la escalera de la iglesia, retomé mi camino, pero el mal ya estaba hecho.

A los pocos días de este suceso me vino una melancolía que me postró en mi lecho, y que al cabo de una semana me llevó al cementerio, no sin antes haber pasado por múltiples sangrías que con mucho comedimiento me aplicó el médico del señor obispo, y al que en medio de mis últimas fiebres confundí ¿o no? con el ser que me besó en el pasadizo.

Desde entonces hasta hoy, año con año salgo a encontrarme con la dotación de vida que me permite seguir deambulando cada invierno en este mundo. Para mi fortuna, por estas fechas no faltan las almas perdidas a las que posadas y festejos decembrinos dejan bastante extraviadas, y las que al verme en la calle con mi hábito, en medio de la noche, me reciben con los brazos abiertos. En esas condiciones, llevarlos a algún lugar solitario y oscuro es muy fácil, y es de ese modo como a lo largo de los siglos he seguido  recuperando fuerzas.

En los últimos años, a medida que se ha perdido la tradición de las “posadas” y éstas se han convertido en puras fiestas y pretextos para la borrachera, algunas hasta de disfraces, eso me ha permitido alternar con mis víctimas en medio de la música y el baile, en el que yo, de modo indiscutible, me niego a participar.

Cuando encuentro una “posada” grande, espero cerca de la puerta a que el conjunto musical comience a repartir los globos, silbatos, sombreros y antifaces, que es el momento en que ya la mayoría está bastante alcoholizada, y es entonces cuando entro y me siento en alguna mesa cercana a la salida. Como buena criolla, las únicas canciones que me gustan son las que algo tienen que ver conla MadrePatria, como la de “El beso”, o la de “El toro enamorado”, y las que no soporto, de un tiempo para acá, son las de “El venado”, la cumbia de la cadenita, o las norteñas que mal taconean las concurrencias en conjunto.

A los necios que casi a la fuerza me quieren hacer bailar alguna de éstas, sólo les digo que no, y que mejor los espero afuera hasta que terminen de bailar, para que por favor me ayuden a conseguir un taxi para volver a mi morada, que por supuesto ellos no saben que está en el panteón, y hasta donde sí les permito que me acompañen.

Los cachivaches

Publicado: abril 9, 2011 en Cuentos

Por Enrique Aguilar R.

Ella fue mi pareja y él mi amigo.

Ambos, cada uno por separado, estaban casi en el olvido hasta que los vino a sacar de ahí una crónica que él publicó y que yo leí.

El texto aludía a la insensibilidad que produce la acelerada vida cotidiana en la ciudad, sobre todo en las horas pico, que ya casi son todas.

Para darle un toque sobrenatural a su texto, en él mencionaba a un gato en una situación insólita. En pocas palabras, su dizque crónica contaba que una mujer, cuyo nombre es igual al de mi ex pareja,  joven y guapa –aunque ella en realidad ya no es tan joven, pero sí sigue siendo guapa- quien iba por la mañana a su trabajo en un autobús –en realidad ella hace años que no se sube a un camión para ir a trabajar-, había visto cómo un gato corría hacia la puerta del transporte, en un intento por subir, sin conseguirlo, porque el chofer había cerrado la puerta justo cuando el minino estaba por abordar el transporte.

Luego de mencionar esto, mi ex amigo cambiaba el punto de vista para contar, desde fuera del autobús, que éste había arrancado y que el gato había ido a dar bajo el transporte, para finalmente quedar aplastado por las llantas traseras del camión de pasajeros.

En el relato había una ambigüedad que mi ex amigo, como sobrevaluado cronista, introdujo mediante el recurso de confundir al lector al dejar en el aire la identidad plena del “gato”: no decía bien a bien si en verdad era un animal o un sujeto pobre, un proletario, el que había sido atropellado.

Con esos trucos baratos y melodramáticos es que mi ex amigo se  ha convertido en una casi celebridad dentro del periodismo literario. Por este tipo de textos no ha faltado, entre la corte de lambiscones que se ha sabido fabricar mediante el intercambio de favores y el tráfico de influencias que se da a partir de los talleres literarios y el reparto de becas en los que él interviene -unas veces como receptor, y en otras como dictaminador-, quien quiera ver en él casi casi a Cortázar resucitado.

Para mí sólo es un sorprende-bobos o un apantalla-ingenuos. Pero en el plano personal no puedo dejar de reconocer que el muy hijo de su mala madre a mí sí me ha dejado, sólo por un momento, con la duda de saber si ya consiguió, por fin, hacer caer en su cama piojosa a mi ex pareja.

Para mi fortuna ya sé que soy un niño grande y que no me conviene dejarme picar por el aguijón de los celos ¡y además retrospectivos! Inútiles entre los inútiles. Mejor los devolveré a ambos al cajón de los cachivaches, ahora junto con esta corni o cronicucha.

 

Por Enrique Aguilar R.

Cuando me enteré del proyecto de mi querido Ignacio Trejo de “hacer” un libro de “autoentrevistas” me pareció, en el mejor sentido de la expresión y sin que ésta sea una celebración de nuestras mutuas inclinaciones etílicas, una “puntada de borracho”. Supuse que a los escritores que les propusiera participar en “eso” les parecería lo mismo que a mí, y que cuando mucho varios le dirían que sí, pero no le dirían cuándo, como dice la canción, y que así, en el santo olor del aplazamiento indefinido acabaría la ocurrencia de mi amigote…

Pero ¡oh, sorpresa!, resultó que muchos escritores, algunos que, por conocerlos, me suponía, para estas danzas, erizados de alfileres, como José de la Colina o Emmanuel Carballo, sí resultaron convencidos por las indudables artes cautivadoras de mi cuate, y se pusieron a teclerar, muy laboriositos ellos, y le entregaron a este antologador de confidencias unos textazos, donde sin ningún pudor ni reticencias ellos solitos se bajan los pantalones y…  enseñan parte de su alma, de sus más profundas obsesiones e intenciones.

Al leer este texto que Ignacio firma junto con Ixchel Cordero Chavarría, se percibe un olor a diván freudiano, por aquello de “déjalos que hablen para que te enseñen qué traen en las tripas”, pero en medio de ello se capta asimismo la genialidad del planteamiento “autoral”, porque bastó con colocar a varios de estos pesos completos de las letras nacionales en esa suerte, para que ellos solitos dejaran salir de su ronco pecho unas declaraciones que a más de espontáneas son sensacionales.

En este libro que ya es un imprescindible en las lecturas de cualquier interesado en la literatura mexicana contemporánea, don Rubén Bonifaz Nuño, nadie menos, se asume como un “pelado” de la colonia Guerrero, y desde la cumbre de la academia y la erudición recuerda sus años de pobreza, su vida como niño de barrio y a sus amigos queridos como Ricardo Garibay. Al hacerlo, da una impresionante lección de vida, al hablar, de paso, de la vejez y la enfermedad, con su voz de poeta y su mirada de gran filósofo.

En este librazo, por mencionar unas pequeñas pistas a vuela pluma, doña Enriqueta Ochoa cuenta cómo se hizo poeta ella solita y habla con mucha calidez de su familia de Coahuila. De la Colina se autointerroga mediante un “enemigo” y con la malicia del buen cuentista termina haciendo un ensayo chistoso, con sus notas de pie de página y citas de poemas, para dejarse ver como un profuso tecleador. Víctor Sandoval muestra cómo fue trepando a través de la burocracia cultural hasta conseguir hacerse un mausoleo en Aguascalientes. Con su habilidad de dramaturgo, Fernando del Paso exhibe al diálogo como un excelente método para elaborarse una (muy merecida) auto alabanza. Gustavo Sainz no desaprovecha la ocasión y vuelve a contar sus aventuras juveniles, y de ese modo le agrega otro ladrillo al monumento a la experimentación con el lenguaje y el punto de vista narrativo que es su escritura en general. Ignacio Solares se saca solito del closet como el cura que no fue, pero que le hubiera gustado ser, y de paso expone sus obsesiones espiritistas, por llamarles de algún modo. Emmanuel Carballo hace el recuento de su vida de galán y en cierto modo explica cómo fue que por andar de enamorado y “revolucionario” acabó en Cuajimalpa y no en Harvard. Víctor Hugo Rascón Banda, en uno de sus últimos textos, con su temple de gambusino habla de su vida de abogado y dramaturgo, explica cómo es posible abordar teatralmente los temas de la nota roja, y además enseña cómo seguir viviendo con base en el amor a la existencia. Manuel Echeverría explica que fue una foto la que lo lanzó a la escritura, y deja ver la gran admiración que le tiene a su papá. Raúl Renán se pone a jugar y deja ir la gran oportunidad de exponer el alma de un poeta y publicista. Con su admirable estilo barroco guanajuatense María Luisa “La China” Mendoza se queja de sus amores y desamores, de sus apoyos y “desapoyos” y al final se deja ver vigente con la pluma. René Avilés se auto defiende como cuentista, pero termina aceptando que a su pesar le ha ido mejor con sus novelas, aunque no con todas, y explica también cómo se le ocurrió hacer su fundación, y más allá de aceptar ser un proclive visitador de camas ajenas, termina por confesar su amor a la gran Rosario. Gonzalo Martré, a través de un alter ego, se autointerroga y expone cómo es que ha intentado infructuosamente que a los lectores les gusten sus temas, algunos más cercanos con los laboratorios de análisis clínicos, y sin querer deja ver, también,  que no sabe ni le interesa corregir sus textos. Al último, pero no al final, José Agustín explica todo el gran trabajo intelectual que puso para hacer sus más recientes novelas, pero sobre todo Vida con mi viuda, y con ello el gran maese vuelve a seducir a sus fans.

Autoentrevistas de escritores mexicanos, publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en su colección de Periodismo Cultural a finales del 2007, en otro detalle interesante y simpático, se inicia con un ensayo de sus autores en el que hablan con tino y amenidad del quehacer periodístico, con énfasis, obvio, en la entrevista, género que, ¡oh paradoja! ellos no practican en este volumen, introducción cuya cereza hubiera sido que ellos contaran qué les dijeron o cómo convencieron a todos estos sujetos para que participaran en este ameno e ilustrativo experimento.

Como dice el verso de Sabines, no lo sé de cierto, pero supongo que a varios Ignatius los convenció sólo con su indudable simpatía, a otros con eso más su prestigio como crítico literario, y a los demás con todo lo anterior más la lista de los nombres de quienes ya habían aceptado participar.

A los lectores primerizos les puede parecer que los autoentrevistados que aparecen en este libro “así hablan siempre”, pero quienes ya llevamos algunos años de vuelo sabemos que no es así, y que las grandes y profundas confidencias que aparecen en este volumen son producto de la creativa ausencia de Nacho como entrevistador… en su libro de entrevistas: ¡un golazo de fantasía!

Por Enrique Aguilar R.

Con su voluntad de transgredir las formas narrativas convencionales, Gustavo Sainz volvió a sorprender a los lectores, mexicanos y no, con A troche y moche, su novela número quince, y por la cual a finales del 2003 le otorgaron el Premio Narrativa Colima, “a la mejor novela publicada en ese año”, y también el Premio de Narrativa México-Quebec, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del mismo lapso.

Esta obra doblemente galardonada es una larga cadena de oraciones sin punto final, enunciados con los cuales se narra por medio tanto de monólogos interiores, como de breves intervenciones de un narrador omnisciente, los pensamientos, reflexiones y percepciones de un escritor víctima de un secuestro, y que en esa incómoda situación recuerda lecturas, datos y anécdotas.

Aquí el narrador creado por Sainz se refiere tanto al programa de televisión de Cristina la cretina –que por la frecuencia con la que sus captores lo sintonizan al parecer la toman como su filósofa de cabecera-, así como a conocimientos especializados sobre filósofos y narradores griegos, la antigüedad del mundo, la mitología, la poesía y la vida cotidiana.

Desde su incursión en la narrativa mexicana con Gazapo, Sainz fue catalogado como integrante de los escritores de “la Onda”, ese gran grupo narradores que escribían sobre las aventuras de personajes adolescentes, proclives al rock, el alcohol, el sexo y las drogas, gran clan que en realidad no era tal, y que en los hechos se redujo a tres integrantes: Parménides García Saldaña, que sí le ponía a la mota y al alcohol, igual que sus personajes, pero él en lo personal no mucho, no por falta de ganas sino de capacidad física, porque a decir de José Agustín, el integrante principal de ese conjunto 🙂 el buen Par con poco más de una cerveza y una bacha se ponía hasta el gorro porque tenía una lesión cerebral. Los otros integrantes de esa banda fueron José Agustín, quien sí se metió en casi todo tipo de aventuras psicodélicas, pero que con justa razón rechaza la clasificación “ondera” por simplista, y Jesús Luis Benítez “el Buker”, quien se ahogó en un arroyo de alcohol y nada más produjo un librito de cuentos que para su mala fortuna fue editado con las patas y la mayor parte del tiraje acabó mal compaginado y peor encuadernado.

Sirva este breviario cultural para mencionar –porque mi pecho no es bodega, como decía el filósofo de Tlalpujahua-, que si algunos vicios sí tiene Sainz, éstos no son ninguno de los mencionados sino los de: dormirse temprano, leer novelas complicadas, buscar la compañía de chicas jóvenes y bonitas (aunque en éste último rubro, con la edad, el gran magíster ha bajado bastantito sus estándares) :), el comer pan de dulce, ver películas (por lo menos una al día) y anotar de manera inexcusable en su diario personal y en su agenda, los hechos más relevantes de cada uno de sus días, sus lecturas, sus citas.

Al hablar de Sainz, me refiero al escritor que se atrevió a contarnos casi en forma de bolero romántico –me refiero a su novela Compadre Lobo– cómo es que un par de vagos de un barrio cualquiera logran convertirse en jóvenes intelectuales, uno como pintor y el otro como escritor. También puedo hablar de un novelista tan vanguardista que en La novela virtual escribe sobre los ligues de un casi viejo profesor de universidad gringa, tanto con una chica a la que sólo se le identifica porque está buenérrima y trae un anillo en el ombligo, que se amarra a una jovenzuela a la que impresiona con el erudito contenido de sus mensajes por correo electrónico.

Para no alargarme sólo agregaré que Sainz ha sido capaz de contarnos la novela dentro de la novela, en Muchacho en llamas, o la novela dentro de la novela dentro de la novela, o sea la novela de tres pisos, en Quiero escribir pero me sale espuma, o una novela sólo a base de preguntas en La muchacha que tenía la culpa de todo, o una historia con base en pura notas de pie de página, como en Con tinta sangre del corazón, o la historia de una chica medio loquita, a partir de una narrador homo-extradiegético que recoge y ordena los monólogos de esa chava en La Princesa del Palacio de Hierro (como lo demuestro en mi tesis de doctorado) 🙂 , y ha estructurado una novela sólo con puros principios de narración en Fantasmas aztecas

Con esos retos, motivaciones, obsesiones imaginativas puestas por escrito, Sainz parece decir: todas las demás drogas y excesos, excepto el de la afición por las chicas, salen sobrando… y por ello se puede afirmar también que él es el escritor mexicano más alucinado, o mejor, más alucinante, novela a novela.

Y si se tratara aquí de intentar descubrirle más trucos narrativos al gran magíster, se puede señalar que por ese flujo de la conciencia del escritor secuestrado que aparece en A troche y moche, lo que se puede apreciar son múltiples líneas argumentales que abarcan tanto las enfermedades y diversas formas de morir de infinidad de artistas y escritores, hasta reflexiones sobre el placer, el deseo, la sexualidad, Dios, el tiempo, la filosofía, la oscuridad y el espacio, en un ameno y a la vez sorprendente despliegue enciclopédico.

Hace muchos años, Sainz dijo: la fortaleza de la novela reside en su capacidad de contenerlo todo, o casi todo, y desde hace muchas novelas, como aquí brevemente se ha ejemplificado, una y otra vez se ha arriesgado a demostrar eso que él planteó, y que en A troche y moche se ve mejor que en sus novelas anteriores, y que es el hecho de que en efecto todo cabe en una novela, pero con el único, indispensable y complicado requisito de que ese todo, es necesario saberlo acomodar.

El asombro, el placer y la admiración que provoca la lectura de A troche y moche, y ahora que lo lean lo van a comprobar, reside en el tino con que Gustavo Sainz ha sabido acomodar este material narrativo que tiende hacia la totalidad.

 

*Una versión “descremada” de este texto aparece como prólogo de la edición de A troche y moche publicada dentro de las “Obras completas de Gustavo Sainz” colección editada por El Ermitaño.

 

Por Enrique Aguilar R.

Compuesto por una “Advertencia” con un simpático aire de diván psicoanalítico, una “Presentación” en la que el autor documenta su relación con la ciudad de México como tema, y con la literatura como soporte del mismo, más 20 pequeños ensayos en los que analiza varios textos de Carlos Monsiváis en los que éste aborda varios hechos sociales relevantes que han tenido como escenario a la gran urbe a lo largo de varios años y libros, La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, es un volumen de Jezreel Salazar, egresado de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos de la UNAM –cualquier cosa que eso signifique, como diría el cronista-, libro el cual tiene además los méritos, primero, de ser una detallada explicación de las ocupaciones y preocupaciones monsivaítas, lo que no es poca cosa si se toma en cuenta que en cuestiones de lenguaje el más ilustre vecino de la colonia Portales a veces suele manejar algo parecido al “español neobarroco”, como varias veces ya lo demostró el maestro Luis González de Alba, y además sin posibilidad de réplica.

Otro de los logros de este volumen es el haber sido reconocido con el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes 2004 otorgado por el CNCA, el Consejo para la Cultura de Nuevo León, la UANL y hasta el municipio de Monterrey. O sea que ganó con un tratado sobre los chilangos, pasando por encima del conocido chovinismo regiomontano, al menos por lo que se refiere a la mayoría de las instituciones convocantes.

Una ventaja más de leer esta criatura de Salazar es que vistos así, en conjunto, los textos de Monsiváis, provenientes lo mismo de Días de guardar, cuya primera edición salió en 1970, como de Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza, que data de 1987, pero principalmente de Los rituales del caos que apareció por primera vez en 1995, al lector le queda claro que más que crónicas, todos esos textos son ensayos en el más literal sentido del término, porque en ellos hay propuestas de conclusiones, o definiciones provisionales, y hasta sentencias temporales respecto de las acciones, intenciones y actitudes de los citadinos, los habitantes de este desorden urbano, de esta catástrofe convertida al mismo tiempo en tragedia, fiesta y ritual cotidianos.

Vistos al detalle, a través de la mediación de Salazar, los escritos urbanos monsivaítas dejan ver más claramente que a lo largo de los años este supuesto “cronista”, desde que elaboró su muy temprana Autobiografía, la cual fue publicada cuando él tenía 28 años, lo que se propuso fue dar a conocer sus impresiones de los más diversos actos sociales, bajo el planteamiento implícito de “aquí cada quién tiene su punto de vista, y para que vean lo que es fomentar la democracia, les voy a dar a conocer el mío, junto con el del vecino, el del conocido y varios más recogidos o inventados al paso”.

La gracia de este método, como la intermediación de Salazar lo deja ver más bien, con más detalles, es que Monsiváis utiliza su memoria prodigiosa, su sarcasmo y su erudición, lo mismo para sorprender que para deslumbrar y hasta informar a los lectores de sus textos, quienes al mismo tiempo que se reconocen en las escenas y situaciones que él retoma, le festejan que o él las vea con más atención o cuidado, o de modo que recupere las paradojas que las hacen memorables.

La noción de que los textos de Monsiváis son ensayos se deja ver mejor a través del trabajo de Jezreel Salazar, por medio de las comparaciones que este investigador universitario hace entre varios textos que se refieren a un mismo tema. De este modo por una parte se ve cómo el análisis monsivaíta se ha ido refinando con el tiempo, pero también así se explica la aparente ubicuidad de este testigo privilegiado: recurriendo al propio archivo, y con unos cuantos retoques, observaciones e intuiciones, se puede elaborar la siguiente colaboración.

Pero si algo se le puede reclamar al analista del analizador, en este caso, es que por un lado no dé la referencia precisa de sus  fuentes: Salazar cita autores, pero no menciona los textos de donde sacó los comentarios, y cuando pone citas de pie de página, por un lado topográficamente las coloca fuera de lugar y, por otra parte, en ellas alude o menciona los textos de Monsiváis, en comentarios que bien podrían ir colocados dentro y no fuera de la página.

Más allá de estas pequeñas deficiencias, tal vez producto tanto del entusiasmo, como de la voluntad de no desviar la atención, los reflectores, del trabajo monsivaíta, lo que el texto de Salazar también deja ver es la inclinación del ensayista por darle un toque entre místico y litúrgico, pero irreverente, tanto a sus textos como a los títulos de los mismos: “Días de guardar”, “De la santa doctrina al espíritu público…”, “Duración de la eternidad”, “Los mil y un velorios”, “Nuevo catecismo para indios remisos” son algunas muestras de cómo desacralizar las acciones al grito de ¡aleluya, aleluya: que cada quién agarre la suya!

El dicho dice que “todo se parece a su dueño” y si en este caso se quiere comprobar su certeza se puede recurrir al argumento de que así como en la portada de La ciudad como texto aparece Monsiváis en una foto de medio cuerpo, mirando de frente  y despeinado con todo cuidado como suele andar, así Jezreel Salazar nos vuelve a mostrar cómo es que los escritos del joven de la foto -obvio es que se refiere uno a su espíritu-, a lo largo del tiempo se ha ido a meter lo mismo a las peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe, que a los festejos de los muy provisionales triunfos de la selección nacional de futbol en el Ángel de la independencia, o ha analizado las características y los resultados de las principales movilizaciones sociales habidas en la metrópoli, como el movimiento estudiantil del 68, la solidaridad durante los terremotos del 85, o la muy cotidiana que se da a todas horas en el metro, y de todas esas acciones el portador de la chamarra con todo y manchas ha obtenido datos inéditos, escenas conmovedoras y juicios no exentos de ironía, para llegar a conclusiones no por contundentes menos tentativas.

Jezreel Salazar. La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, 2006.

 

 

“Mi cuerpo es el sepulcro en el que escondo/

los fósiles instintos/que como peces ciegos/

torpemente se mueven en mi sangre.”

Elías Nandino, Cerca de lo lejos

 

 

 

 

Por Carlos Olivares Baró*

I

 

La vida: “arena seca, testimonio exacto/de que por ella transitaba un río”. La vita de un poeta es un pozo donde los ecos retumban allá abajo y ensordecen al mundo de aquí arriba con gestos, hambre, huidas, encuentros, victorias, cuerpos, fracasos, soledades y cantos. La biografía del poeta Elías Nandino (1900-1993) es como una furia dibujada en los ángulos de esa llovizna perpetua que nos acompaña: algarabía de violines que en plazas desoladas entonan agrias y transparentes melodías. La noche ha sido larga porque el espejo ha multiplicado los delirios, el sueño nunca ha permanecido inmóvil: “detrás de mis párpados” ha quedado la memoria: una eterna letanía de luces espera los regresos.

II

En enero de 1987 yo deambulaba por esta ciudad, que poco a poco iba descubriendo, y en una tienda de autoservicio vi el título de un libro que, por esos días, había levantado sonada polémica en los medios literarios del país: Elías Nandino: una vida no/velada de un tal Enrique Aguilar. A pesar de que en un Cuba un profesor, militante comunista que ensañaba literatura en la Universidad, siempre nos dijo que el Grupo de Contemporáneos estaba integrado por “unos afeminados que poco aportaron a las letras de México” y que “lo importante es profundizar en las propuestas revolucionarias del estridentismo”, yo conocía algo de la poesía de Nandino y había leído, gracias a Reinaldo Arenas –mi mentor literario por esos años-, en antologías que él me prestaba, fragmentos de las obras de Owen, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, Cuesta y Novo. Prefería, en ese entonces, la poesía de Villaurrutia; hoy prefiero la de Gorostiza: Nandino era, y es todavía, una curiosidad. Ya el FCE había publicado uno de sus mejores poemarios Cerca de lo lejos (1979) y un amigo de Guadalajara me había regalado Erotismo al rojo blanco (1983): frente al texto del tal Enrique Aguilar no dudé un segundo y me lo robé (yo era pobre, indocumentado y feliz, y en las tiendas de autoservicio uno podía, con cierta facilidad, apropiarse de los libros: aún no aparecían esas alarmas ruidosas que hoy nos paran los pelos y las ganas).

La primera confesión que debo hacer es que lo leí en una sentada: me detuve unos minutos en las fotos del médico-poeta y decidí enviarle un ejemplar a mi amigo –el novelista cubano exiliado en Nueva York- Reinaldo Arenas quien me había obligado a leer, nunca lo olvido, Nocturna palabra a la par que me decía: “dicen que ese Nandino se ha templado a casi todos los muchachos del DF…”; me miraba con esa alucinada luz que siempre lloraban sus ojos y señalándome con picardía, recitaba de memoria: “Tengo miedo de ti,/de mí,/del mundo, del aire,/del amor, de la sombra.” Pasaron tres semanas y recibí una carta de Reinaldo Arenas donde decía: “Leí la biografía que me regalaste. ¿Vive todavía el bugarrón Nandino? Tenga Ud. cuidado con él[…]Así como Nandino, pienso escribir algún día mi autobiografía: contándolo todo de todos…” Quienes hayan leído Antes que anochezca, la desgarradora novela autobiográfica póstuma de Arenas, encontrarán más de una coincidencia con Elías Nandino: una vida no/velada.

III

“Sí./Quiero crear un poema/transparente y cínico…”

Elías Nandino

Enrique Aguilar arma, desde los hilos obsesivos y las cadencias íntimas de Nandino, un texto fascinante. Pausas, abandono, muerte, dolor, infancia, cabalgata y soledades son los pespuntes que el escritor reconstruye y los hace literatura (vida en el lenguaje); “el ciego monólogo” que el poeta ha entablado en la tiniebla se consuma “verdad desnuda de sí mismo” gracias a la aguja que trenza tanto “dolor vacío,/hondo,/desorbitado,/seco,/tan sólo comparable/al de la perpetua sed…” Elías Nandino habla y Enrique Aguilar textualiza. Idiolecto que es testimonio enamorado y texto que es misa en el sentido de celebración y muestra de oficio narrativo: ¿Biografía o novela? El reportero (narrador) juega semánticamente y propone una vida no/velada (novelada: imaginaria, inventada…; no/velada: sin nada oculto); que es ficción de confidencias: azares intertextuales que nos dan la posibilidad de conocer la aventura de una existencia como “tacto vivo”: cartas cruzadas y representación del fantasma que somos.

IV

“Vivir la tempestad de los silencios”

Elías Nandino

Elías Nandino vivió en el aguacero. Deseando hambriento de cuerpo en cuerpo y nunca se detuvo en ningún umbral. Buscó, y las brisas del verano no despeinaron su aliento. Lloró como un acto de plegaria y deshebró los manteles para que la mesa estuviera desnuda y el pan se sirviera caliente frente al sueño. Todo en el poeta Nandino es agitada consumación en el sentido quevediano (“cuando todo se va yendo paulatinamente y uno va prescindiendo de una cosa tras otra, porque ya sólo se tiene un rostro marchito y un cuerpo flácido para dar, se siente un dolor tremendo…”): Enrique Aguilar sabe descifrar los tonos y el fraseo preciso de cada hecho: acudimos a las incitantes raíces de la memoria como luz y sobresalto; confesiones transparentes, y silencios abiertos por vez primera, a sabiendas de que cada trazo dibuja huellas y bordea el deseo siempre latente en esos zaguanes que edificamos con la mirada.

Hay muchos fragmentos del libro que son memorables: los dibujos que se hacen de Villaurrutia (el pasaje donde Nandino cuenta la muerte de éste es de una ternura que nos deja sobresaltados y mudos), las ironías de Novo, el testimonio de la amistad en el Grupo de Contemporáneos, los trotes y vueltas del mismo Nandino…; creo, sin embargo, que el texto logra uno de los momentos más hermosos en la viñeta “Vivir muriendo” precisamente, por el columpio de la confesión que se tiñe matizando balances de poesía verdadera:

 

Durante mi existencia lo más sucio lo hice sagrado a base de poesía. En lo profundo de mi pensamiento no creo haber pecado nunca, porque no hice más que lo que mi cuerpo me pidió. Mientras amé, mis coitos fueron tan pensados, rimados, con las sílabas tan contadas, que creo que realmente llegué a hacer poemas con los cuerpos de mis amantes. (pag. 196)

 

Poemas que son ansias y necesidad; y cuerpos que son pasiones. Apetito y vehemencia. Hambre y promisión. Pretender para soñar el sueño de una vida siempre en tránsito y festejo. Si toda vida es un regalo de orfandad en la intemperie del mundo: una vida no/velada nos confirma que estar en el mundo puede ser también una fiesta de riesgos alucinados. Desandamos en fuga; los delirios nos persiguen: la penumbra es la noche permanente que siempre nos pronuncia. A 100 años de esa vida marcada desde el “poema desnudo que no puede decirse” y que descubrimos gracias a la osadía de un irreverente que se llama Enrique Aguilar: vale la pena romper las arboladuras de las barcas y descargar los soles; nada es tan de uno hasta el instante en que los ojos se posan en sus iniciales: hay libros que amamos y deletreamos; en mi caso, Elías Nandino: una vida no/velada es uno de ellos.

Siempre el anochecer y la fiebre. Siempre la piel y el rostro del crepúsculo. Reinaldo Arenas se apresuró porque la nocturna herida del tiempo lo acorralaba. Elías Nandino contó en muchas noches silenciosas todas las profecías que su voz inmensa había guardado desde niño (“Al vivir mi esperanza olvido todo/para entrar en el orden del lenguaje”): sabía que “Dudar es asistir a la tragedia” y entonó con inocente rapidez, esta “eternidad del polvo” que Enrique Aguilar nos entrega en forma no velada.

 

*Carlos Olivares Baró es escritor cubano residente en México.

 

Captura de los sentimientos de dos personajes citadinos

Por Salvador Mendiola

Sin permiso es un relato trágico, digo yo. Una «apropiación» o «puesta en escena» postmoderna, como se dice ahora, de las fuerzas de la tragedia clásica.

A mi entender, el momento climático de Sin permiso lo constituye un extraño sacrificio de carácter trágico. Un acto de desprendimiento violento. Ese instante de veras «decisivo» en que el protagonista y narrador intradiegético masculino de la novela, Ulises, se lanza, medio completamente ebrio y medio bien loco de hybris trágica, a las ruedas de un auto a gran velocidad para poder desprenderse así, tajante y trágicamente, del amor de Blanca María Patricia, su coprotagonista femenina.

Creo que este acto trágico determina la narración entera y por ello el narrador extradiegético comienza desde allí su parte del relato. Ambas narraciones quedan sobredeterminadas por tal acto sacrificial extremo.

En cierto modo Ulises es, dentro de esta tragedia postmoderna, algo así como una Madame Bovary en reversa, con cuerpo medio agorilado de jugador de fut americano y con suerte de actuante principal de relato trágico de Charles Dickens o Victor Hugo, porque en vez de perder la vida en su intento de morir por voluntad propia consigue tener una experiencia interior que lo transforma y. en cierto modo, lo mueve a escribir su parte de la novela que habla de su relación con Blanca María Patricia.

Aquí hago otra aclaración con valor postmoderno… Ni lo duden por un instante, el nombre de Ulises es un palimpsesto en parodia, o sea, una cita disfrazada de otro texto, una intertextualidad u homenaje. Pero, ojo, esta cita no apunta directamente a Homero y la epopeya clásica griega, sino que, junto con el nombre de Blanca María Patricia, quiere conectar voluntariamente con la constelación de la «novela de la onda», en su mitad a mi entender más vigorosa: Gustavo Sainz. Y entonces que aquí quede que toda la novela de Enrique Aguilar está llena de guiños culturales de este tipo.

Porque Sin permiso es una novela contemporánea, una novela consciente de pertenecer y no pertenecer a la tradición de la ruptura. Una novela de nuestros tiempos postmodernos. Una novela que se quiere encuadrada entre otras novelas, todas las novelas escritas hasta ahora.

Tanto por su forma como por su contenido el texto de Sin permiso reconoce que hoy día la forma-novela significa antes que nada ambigüedad, enredo, trama con muchos hilos y sentidos, tela de muchos nudos, tensiones, intenciones y distensiones. Cada quien debe comprometerse libremente en su lectura y relecturas, pues tal compromiso genera el goce del texto, el placer de participar en la puesta en escena de la obra. El gusto de leer Sin permiso.

Aquí, ya les digo, interpreto esta tragedia postmoderna desde lo que se conoce como perspectiva abierta por los «estudios de género» (gendergenos, genus…) feministas. Desde la perspectiva que a mí me es factible interpretar, creo yo, con mayor sentido.

Leo esta novela de mi amigo Enrique Aguilar como un relato de y sobre el sujeto de la masculinidad falogocéntrica contemporánea. La tragedia de dejar de ser un macho. Una tragedia que, si quieren, conecta con Eurípides y Shakespeare en este modo de narrar la tragedia del macho.

Un relato situado dentro de la identidad conflictuada del varón actual que decide operar en sentido diferente al esquema institucional de macho católico mexicano. De allí la necesidad de desembocar en un sacrificio tan violento como ir a dejarse atropellar a lo loco por un carro, en una castración tan poco simbólica, tan señalando directamente a la cuestión: la angustia de muerte.

Pues creo que el hecho de que Ulises decida dejarse atropellar por un auto significa que en cierta forma ha decidido renunciar libremente a ocupar el lugar de dominio y predominio «falogocéntrico» que injustamente le otorga el orden simbólico imperante con respecto a Blanca María Patricia, su coprotagonista. La tragedia de Sin permiso es reconocer que el orden del macho ya se acabó para siempre.

Recibimos en y con esta novela de Enrique Aguilar un gesto narrativo que puede ser considerado como de auténtica liberación femenina de la humanidad, narra un acontecimiento trascendental, ocurrido directamente en la persona del protagonista masculino. Un cambio trágico de vida. Que desde las perspectivas contraculturales abiertas por la escritora Agnes Heller bien puede calificarse como un cambio de veras «radical». Un cambio surrealista de identidad personal. Pues mediante el choque físico y sobre todo metafísico del atropellamiento, Ulises pasa de ser el macho que se consideraba propietario único del eros de una mujer, a ser un artista capaz de compartir con nosotros ese eros de esa ella, Blanca María Patricia, el sujeto que construye el relato tanto desde la situación del narrador intradiegético en primera persona, Ulises en sí, como desde la del narrador extradiegético en tercera persona, Ulises para sí o la autoconciencia de Ulises.

Este Ulises de Enrique Aguilar que a diferencia del Ulises de Homero opta por ya nunca regresar a Ítaca, porque antes también optó por no ir ni siquiera a la Guerra de Troya. Un Ulises extraño, diferente. No desea ser un gran guerrero ni un gran aventurero ni mucho menos un gran marido, nada de eso. Quiere ser un artista enamorado (y perdón por el pleonasmo), como el de la novela Ulysses de James Joyce. Y tal como ese Stephen Dedalus, éste Ulises también fracasa terrible, trágicamente, al tener que encarar con objetividad sus relaciones con el orden materno-femenino, con el orden que ahora llaman de la Diosa Blanca. Gesto que lo lleva hasta ese intento de suicidio que, como les digo, es el clímax de Sin permiso. Para de algún modo morir como macho y sobrevivir como narrador en estos tiempos postmodernos.

También, entonces, este Ulises resulta diferente y extraño respecto de su arquetipo, el Menelao de la novela Gazapo de Gustavo Sainz. Porque al final del relato Ulises no va y se encierra monogámicamente en un cuarto con su noviecita, para convertirla en hoja de papel y escribir sobre ella. El Ulises de Enrique Aguilar sale a la realidad, resuelve un estado de adolescencia, se vuelve adulto. Comprende que la libertad hoy día significa la tristeza de reconocer en forma lúcida que ya no existe la pareja monogámica burguesa, que ya se vino abajo ese encierro carcelario originado por el orden simbólico falogocéntrico del capital financiero. Que Romeo y Julieta como Paris y Helena o Elizabeth Taylor y Richard Burton son sólo desdichados personajes de tragedia.

Porque en Sin permiso la diferencia contracultural del relato, a mi entender, la demarca el lema: «Haz el amor, no la guerra». La todavía vigente filosofía contracultural del «Peace & Love» de los hoy conocidos como jipis y jipitecas de la década de los sesenta. Ya que Sin permiso es una tragedia de la masculinidad en tanto que es un extraño relato erótico, y en definitiva: pornográfico. Puritita pornografía del alma. En tanto que vemos a un varón lucrando con la sexualidad de una mujer que no es ni será su legítima esposa en ningún sentido.

Un extraño relato erótico. Continuación cosmopolita de una larga y compleja tradición novelesca que bien viene y va desde Dafnis y Cloe de Longo hasta El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet o La espuma de los días de Boris Vian. El relato de un mito estructurado por la relación sexual entre dos personas jóvenes, el turbio paso adolescente de la edad de la inocencia a la inquietud permanente de la lujuria cotidiana –tal vez haya quienes vean poca y monótona lujuria en la praxis de Ulises y Blanca María Patricia, pero como todo mundo sabe, hoy día es raro, de veras muy raro que alguien consiga dosis mayores en el mercado internacional, no se diga en el nacional y guadalupano. Aunque entonces esta sabrosa lujuria de Sin permiso es buena y constante y sonante lujuria humana, una sagrada transgresión del orden patriarcal establecido. Tal y como debe de ser: puritita transgresión pura. Entonces y ahora, sobre todo si se hace con higiene y buen gusto. Esa transgresión chiquitita pero eficaz y buena que se conoce como la muerte chiquita. Si nos cuidamos colectivamente para gozarla… Esa lujuria que, según la escritora Guadalupe Amor, hoy día vale y significa más que toda la cultura junta, porque todita la cultura se junta para convocarla, esa lujuria nuestra que hace volar por los aires y disolverse en nada la sustancia de las cárceles patriarcales. Y que por ello debemos hacerla cada vez más y más colectiva, como desearan en sus mil y una noches Baudelaire, Rimbaud y Jarry hace cosa de un siglo.

Sin permiso, entonces, es una tragedia de la masculinidad contemporánea porque hace desembocar el discurso novelístico en el Afuera del orden simbólico falogocéntrico. Nos entrega un relato de macho sin machismo que pervierte las normas de la decencia burguesa o, si quieren, las desarticula y al menos en ciertos instantes las desconstruye y disuelve. Pornografía del alma. Hace que la mente piense lo interdicto, lo que debemos hacer justamente «sin permiso», por nuestra cuenta y riesgo todo el tiempo, hasta en los goces tiernos y desquiciantemente ricos del autoerotismo desbocado.

Sin permiso nos deja imaginar lo que no hay en el mundo y que por eso hay que hacer que haya mucho. Santa Lujuria Libertaria. Porque su trama discurre por las zonas subterráneas y húmedas de la contracultura libertaria. Donde las burdas leyes del padre Layo son en definitiva a diario muchas veces transgredidas por Edipo y Yocasta y Antígona y Polinices, pues el negocio del sexo entendido como «chaca-chaca» deviene de tal modo un asunto ajeno a la procreación, aunque choque con ella y por ello mismo saque muchas chispas trágicas por todos lados. O como dirían en Paradiso los personajes del libro de Aguilar: «Esto de leer buena pornografía del alma es el incendio político que causa a diario la praxis del chaca-chaca secreto.»

Esta vez la tragedia será democrática y laica, emerge directamente de la culturita de los libros de texto gratuito como diría el gran gurú nuestro, Luis Guillermo Piazza, porque en Sin permiso Adán y Eva son bien ateos y la agarran con ganas en lo de comer las manzanas del árbol de la ciencia carnal y sensual, y lo hacen, eso sí, como Dios manda, casi sin parar y sin que les dé diarrrea alguna por culpa de ello. Al menos por un buen tiempo, puesto que en este mundo nada dura para siempre, el tiempo más que suficiente para que ella y él aprendan a reconocer y valorar lo que es el cielo para nosotras las almas mortales. La fiesta de la rica jodienda popular.

Entonces, resulta interesante llegar al corazón de la tragedia. Tratar de establecer por qué habrá de «morir» Ulises en este relato. Y entonces reconocer que la razón de que él y ella no puedan ser pareja se encuentra en el hecho de que Blanca María Patricia decida fingirse embarazada para medir, digamos, el amor de Ulises. Tener que chocar ambos de ese modo con el problema del eros: que tan fácilmente se puedan enredar en forma inconsciente la procreación de la especie, nuestra reproducción a través del «acto sexual». Porque serán los enredos, ojo, del aborto y el no-aborto, o sea, los auténticos enredos de La Verdad y La Mentira, esos enredos del contradeseo patriarcal, querer tener y no-tener hijos todo el tiempo… son el objeto de la separación definitiva de estos dos amantes trágicos. Verona en donde manda Televisa. Los enredos de ese problema histórico. En este caso, ya digo, los problemas psicológicos, los efectos eróticos de ese problema causado a diario por el inconsciente patriarcal aún retumbante… Que la sexualidad, la procreación, el placer físico consciente e inconsciente y el amor se enreden, digamos, indisolublemente, todo el tiempo, enredando y comprometiendo en todo ello el uso diario y constante de la libertad personal y colectiva. Demandando respuestas ante lo comprometido, responsabilidades ante el compromiso. Saber elegir. Punto donde esta novela de Enrique Aguilar conecta con una tradición que conecta con la filosofía existencialista y otras filosofías de esencia literaria, poética.

Porque la revolución sexual que aún podemos llamar del «Peace & Love», o sea, del haz el amor hasta con tu suegra, consiste en tener que pensar reunidas todas esas cuestiones, tal como las enreda el relato de Sin permiso. Convertidas en una pregunta sobre el sentido de nuestras libertades personales hoy día. Un hecho que la convierte, ni duden, en una novela política. Porque afecta en lo primario de la vida política: el sexo como medio de enajenación del sujeto falogocéntrico, el sexo como «dinero», el sexo como contrato asalariado que nos vuelve siervos voluntarios del capitalismo neoliberal. El sexo como objeto del mercado del deseo. Algo que como dicta la sabiduría de Juan García Ponce únicamente podremos deshacer mediante actos perversos concretos, mediante actos revolucionarios de carácter pornográfico, actos que de veras cambien el significado de los actos humanos, comenzando por los mismísimos actos sexuales de los seres humanos contemporáneos.

Yo sí que no lo dudo porque no tengo pruebas de lo contrario: hoy día la cuestión esencial del cambio político está en las transgresiones sexuales. Creo que exactamente de eso hablaba Michel Foucault en todas sus obras y con toda su vida. Transformar la historia y cambiar la vida serán cosa de cambiar de costumbres sexuales, cosa de aprender a desear de otra forma distinta a la heterosexualidad monogámica que protege el derecho a la herencia paterna.

Si el sexo, el dinero y el Estado son las cárceles sustantivas, las cárceles que nos encierran en el capitalismo falogocéntrico neoliberal, entonces hay que actuar en contra de sus normas. Y eso ocurre con los actos eróticos perverso-polimorfos, tales como los narrados en esta novela de Enrique Aguilar. Con todo y que sus personajes prácticamente nunca se clavan mucho, por decirlo así, en lo que no sea en definitiva una larga serie de variaciones circenses de la posición del misionero judeocristiano o sea el mete-saca clásico a la papi y mami o doctor y pacientita, pues, bueno, con todo y eso, son actos incendiarios, actos que nos emancipan ya para siempre del sistema patriarcal, actos que disuelven en el aire las identidades subjetivas falogocéntricas. Hacen que arda en serio nuestra imaginación y que lo haga en torno a las cuestiones del goce erótico y los obstáculos históricos que nos lo prohiben, los obstáculos que no nos dan permiso de ser libres. Sobre todo los obstáculos que invisible pero ferozmente encarcelan nuestros cuerpos eróticos.

La novela como moneda viviente. Para acabar de una vez con el juicio del padre, el patrón y la patria emputecida. Novela política de primera, porque la sangre derramada se manifiesta como la verdadera: sangre de abortos reales y ficticios.

Ya de eso mero también se trata Elías Nandino: una vida no/velada el primer gran texto con esta actitud pornográfica que ahora Enrique Aguilar nos pinta en Sin permiso según otro cuadro de acciones.

Hay muchos detalles del texto en sí que me llaman la atención. Instantes del relato que me dejan entender lo que les digo: la subjetividad masculina y su tragedia crítica. Sí, entenderla. Porque una cosa es vivirla, digamos, es(t)a identidad, y otra cosa es poderla pensar, entenderla, ver y nombrar su funcionamiento, que es la base productora y reproductora del orden simbólico falogocéntrico, el eco que nos recuerda su existencia, todavía. Y que es justamente la fuerza que articula y ordena el relato íntegro de Sin permiso.

Resultaría inútil comentar aquí todos o siquiera los que para mí parecen ser los más importantes. Pero de todos modos no quiero dejar de mencionar algunos.

Debido a ello aquí elijo como ejemplo dos figuras de uno solo de esos momentos de extrañeza ante la tragedia masculina: el momento en sí de la tragedia que les he dicho que encuentro en el relato de Sin permiso. El momento cuando Ulises, ebrio, llore y llore, descorazonado por haber perdido el amor y el contacto con el cuerpo de Blanca María Patricia, sin saber bien a bien por qué ni cómo, decide morir por propia voluntad bajando a ciegas de la banqueta para caminar indiferente y nihilista hacia la muerte postmoderna entre autos a gran velocidad. En ese momento ocurren dos cosas que me parecen dignas de recuerdo… Dos figuras de la inconsistencia de la identidad masculina actual, dos pruebas de que el orden simbólico falogocéntrico ha desaparecido y que ya sólo necesitamos operar libremente para que deje de escucharse su eco postrockero.

Una figura: el coraje, los chillidos moquientos, la borrachera entera y toda la locura rabiosa de Ulises son, ya dije, producto de los celos y las suspicacias machistas institucionales. El sufrimiento que causa la obligación institucional de considerarnos algo así como propietarios del cuerpo de las personas con quienes se tiene relaciones sexuales.

Cuando esto ocurre, ya Blanca María Patricia ha dejado de amarlo por completo desde hace tiempo y él sabe bien eso. Como dice Freud: le incomoda pensar que otros hagan con ella lo mismo que él hizo, o sea, se engaña de esa forma, creyendo que se hacen cosas en otras personas y que hay propiedad privada de todo eso. Lógico, nada entiende. Vive una situación alucinante, sin sentido. Pero destructora de la conciencia. Se muere. No sabe cómo desprenderse del sueño de amor varonil, ese sueño de encarcelamiento en la pareja monogámica. La creencia de que el amor únicamente es real entre dos personas, como se cree que ocurrió en la vida intrauterina entre el hijo varón y la madre. Un sueño neurótico machista. Pero ya digo que un espejismo con una fuerza trágica terrible, capaz de gobernar y controlar la conducta de los individuos. De ese modo encara Sin permiso el significado del amor burgués, digo yo.

Y otra figura: cuando Ulises ya está en medio de la calle dispuesto según él a morir, al sentir pasar a su lado los autos a gran velocidad, el machín suicida se arrepiente en el acto, pierde todo su impulso romántico, se vuelve práctico, siente grandes ganas de sobrevivir y trata de llegar sano y salvo al otro lado. Piensa que de hacerlo todo bien y llegar con vida a la otra banqueta su existencia cambiará por completo, tal como habrá de suceder de cualquier manera con todo y que de inmediato saldrá volando por efecto del golpe de una defensa de auto.

Creo que estas dos imágenes dejan ver la intensidad con que el relato de Sin permiso va descifrando el funcionamiento de la identidad viril falogocéntrica que ya ha dejado de existir. Los ecos de este encierro subjetivo, tema de prácticamente toda la novela contemporánea. Y en esa forma estas figuras del relato de Enrique Aguilar demuestran el funcionamiento de la novela hoy día, en tiempos postmodernos. El valor revolucionario del relato de ficción novelesco como despertador de la imaginación salvaje, la imaginación que nos salva de la domesticación neoliberal tardocapitalista. El discurso del poeta enamorado, cuando descubre que es sólo como macho sin macho es del único modo en que puede decir la verdad, el discurso que nos deja pensar que entendemos a las demás personas y comprendemos de algún modo el sentido de la vida, aunque sólo sea en theoría, sólo gracias a la sobrenaturaleza de la escritura y sus poderes literarios. Cosa que vuelve al texto de Sin permiso en algo entonces muchísimo más complejo que la trama psicológica o las actitudes de sus actuantes, pues la muestra como una compleja y delicada operación de escritura, o sea, la construcción de un gran silogismo surrealista para seguir pensando y realizando la libertad humana por encima de la filosofía y la historia. En donde los libros nos incendian la cabeza.

Por eso: muchas gracias, Enrique Aguilar.