Por Enrique Aguilar R
En el invierno de 1784, cuando iba por el pasadizo subterráneo que unía a la iglesia con el convento, cargando una charola en la que llevaba una taza de chocolate y unos panecillos que la madre superiora me dijo que le llevara al señor cura para la merienda, en medio de ese pasaje sentí tras de mí la presencia de alguien que la titubeante flama de la vela con la que me alumbraba no me permitió reconocer. Ese individuo, surgido de las penumbras, con mucha suavidad se me acercó.
-¿Le ayudo con la charola, hermana? –me preguntó con su tersa voz.
-No es necesario –repliqué con una confianza que no sentía, al recordar las historias que otras novicias entre susurros contaban de lo que les había pasado en ese lúgubre pasadizo, sucesos bochornosos que la madre superiora sólo atribuía a la resistencia de las jóvenes hermanas para pisar el terreno vedado de la iglesia.
-No camine rápido, se puede tropezar –me aconsejó ese súbito acompañante.
-Lo que sucede es que no quiero que se enfríe el chocolate –dije sin aminorar el paso que su aparición hizo que apresurara.
Para mi desgracia, una racha de viento apagó la vela y tuve que detenerme. En la oscuridad total, traté de conservar la calma. Pensé que con un poco de tiempo mis ojos se acostumbrarían y en seguida podría continuar mi camino, pero pasaron los segundo y no fue así.
-Si usted gusta, y no le molesta que la tome del brazo, yo la puedo guiar –dijo el hombre, o lo que fuera, que estaba a mi lado.
Sin esperar mi respuesta me tomó con delicadeza por el codo e intentamos caminar, pero mi turbación era mucha y empecé a temblar. Al sentir en los pulgares el chocolate derramado unas lágrimas rodaron por mis mejillas.
-Confíe en mí –dijo él, y pasó con mucha suavidad su mano por mi talle que nunca había sentido un roce tal e hizo que todo mi cuerpo se estremeciera, al tiempo que reanudamos el camino.
No sé cuantos pasos di así tomada, pero lo que sí sé es que al poco tiempo un líquido suave comenzó a invadirme la entrepierna, y empecé a andar entre suspiros.
-No tenga miedo, yo la voy a cuidar –dijo él a mi oído, para tranquilizarme, y el roce de sus labios en el lóbulo de mi oreja me provocó una nueva avalancha de emociones que hizo que dejara salir algo como un gemido.
A continuación, él se acercó más a mí y sentí que posaba sus labios en mi cuello, que para mi desgracia, y por haber estado antes ayudando en la cocina yo llevaba en esos momentos sin toca. Me dio un beso muy largo, con el que me llevó al infinito, aunque con un poco de punzante dolor, y si no tiré la charola con la merienda del señor cura fue de puro milagro.
-¡Por Dios nuestro señor, déjeme usted! –alcancé a decir, en medio de ese delirio, y al instante él se apartó, y yo, al ver en el fondo del pasillo la luz de la escalera de la iglesia, retomé mi camino, pero el mal ya estaba hecho.
A los pocos días de este suceso me vino una melancolía que me postró en mi lecho, y que al cabo de una semana me llevó al cementerio, no sin antes haber pasado por múltiples sangrías que con mucho comedimiento me aplicó el médico del señor obispo, y al que en medio de mis últimas fiebres confundí ¿o no? con el ser que me besó en el pasadizo.
Desde entonces hasta hoy, año con año salgo a encontrarme con la dotación de vida que me permite seguir deambulando cada invierno en este mundo. Para mi fortuna, por estas fechas no faltan las almas perdidas a las que posadas y festejos decembrinos dejan bastante extraviadas, y las que al verme en la calle con mi hábito, en medio de la noche, me reciben con los brazos abiertos. En esas condiciones, llevarlos a algún lugar solitario y oscuro es muy fácil, y es de ese modo como a lo largo de los siglos he seguido recuperando fuerzas.
En los últimos años, a medida que se ha perdido la tradición de las “posadas” y éstas se han convertido en puras fiestas y pretextos para la borrachera, algunas hasta de disfraces, eso me ha permitido alternar con mis víctimas en medio de la música y el baile, en el que yo, de modo indiscutible, me niego a participar.
Cuando encuentro una “posada” grande, espero cerca de la puerta a que el conjunto musical comience a repartir los globos, silbatos, sombreros y antifaces, que es el momento en que ya la mayoría está bastante alcoholizada, y es entonces cuando entro y me siento en alguna mesa cercana a la salida. Como buena criolla, las únicas canciones que me gustan son las que algo tienen que ver conla MadrePatria, como la de “El beso”, o la de “El toro enamorado”, y las que no soporto, de un tiempo para acá, son las de “El venado”, la cumbia de la cadenita, o las norteñas que mal taconean las concurrencias en conjunto.
A los necios que casi a la fuerza me quieren hacer bailar alguna de éstas, sólo les digo que no, y que mejor los espero afuera hasta que terminen de bailar, para que por favor me ayuden a conseguir un taxi para volver a mi morada, que por supuesto ellos no saben que está en el panteón, y hasta donde sí les permito que me acompañen.