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Captura de los sentimientos de dos personajes citadinos

Por Salvador Mendiola

Sin permiso es un relato trágico, digo yo. Una «apropiación» o «puesta en escena» postmoderna, como se dice ahora, de las fuerzas de la tragedia clásica.

A mi entender, el momento climático de Sin permiso lo constituye un extraño sacrificio de carácter trágico. Un acto de desprendimiento violento. Ese instante de veras «decisivo» en que el protagonista y narrador intradiegético masculino de la novela, Ulises, se lanza, medio completamente ebrio y medio bien loco de hybris trágica, a las ruedas de un auto a gran velocidad para poder desprenderse así, tajante y trágicamente, del amor de Blanca María Patricia, su coprotagonista femenina.

Creo que este acto trágico determina la narración entera y por ello el narrador extradiegético comienza desde allí su parte del relato. Ambas narraciones quedan sobredeterminadas por tal acto sacrificial extremo.

En cierto modo Ulises es, dentro de esta tragedia postmoderna, algo así como una Madame Bovary en reversa, con cuerpo medio agorilado de jugador de fut americano y con suerte de actuante principal de relato trágico de Charles Dickens o Victor Hugo, porque en vez de perder la vida en su intento de morir por voluntad propia consigue tener una experiencia interior que lo transforma y. en cierto modo, lo mueve a escribir su parte de la novela que habla de su relación con Blanca María Patricia.

Aquí hago otra aclaración con valor postmoderno… Ni lo duden por un instante, el nombre de Ulises es un palimpsesto en parodia, o sea, una cita disfrazada de otro texto, una intertextualidad u homenaje. Pero, ojo, esta cita no apunta directamente a Homero y la epopeya clásica griega, sino que, junto con el nombre de Blanca María Patricia, quiere conectar voluntariamente con la constelación de la «novela de la onda», en su mitad a mi entender más vigorosa: Gustavo Sainz. Y entonces que aquí quede que toda la novela de Enrique Aguilar está llena de guiños culturales de este tipo.

Porque Sin permiso es una novela contemporánea, una novela consciente de pertenecer y no pertenecer a la tradición de la ruptura. Una novela de nuestros tiempos postmodernos. Una novela que se quiere encuadrada entre otras novelas, todas las novelas escritas hasta ahora.

Tanto por su forma como por su contenido el texto de Sin permiso reconoce que hoy día la forma-novela significa antes que nada ambigüedad, enredo, trama con muchos hilos y sentidos, tela de muchos nudos, tensiones, intenciones y distensiones. Cada quien debe comprometerse libremente en su lectura y relecturas, pues tal compromiso genera el goce del texto, el placer de participar en la puesta en escena de la obra. El gusto de leer Sin permiso.

Aquí, ya les digo, interpreto esta tragedia postmoderna desde lo que se conoce como perspectiva abierta por los «estudios de género» (gendergenos, genus…) feministas. Desde la perspectiva que a mí me es factible interpretar, creo yo, con mayor sentido.

Leo esta novela de mi amigo Enrique Aguilar como un relato de y sobre el sujeto de la masculinidad falogocéntrica contemporánea. La tragedia de dejar de ser un macho. Una tragedia que, si quieren, conecta con Eurípides y Shakespeare en este modo de narrar la tragedia del macho.

Un relato situado dentro de la identidad conflictuada del varón actual que decide operar en sentido diferente al esquema institucional de macho católico mexicano. De allí la necesidad de desembocar en un sacrificio tan violento como ir a dejarse atropellar a lo loco por un carro, en una castración tan poco simbólica, tan señalando directamente a la cuestión: la angustia de muerte.

Pues creo que el hecho de que Ulises decida dejarse atropellar por un auto significa que en cierta forma ha decidido renunciar libremente a ocupar el lugar de dominio y predominio «falogocéntrico» que injustamente le otorga el orden simbólico imperante con respecto a Blanca María Patricia, su coprotagonista. La tragedia de Sin permiso es reconocer que el orden del macho ya se acabó para siempre.

Recibimos en y con esta novela de Enrique Aguilar un gesto narrativo que puede ser considerado como de auténtica liberación femenina de la humanidad, narra un acontecimiento trascendental, ocurrido directamente en la persona del protagonista masculino. Un cambio trágico de vida. Que desde las perspectivas contraculturales abiertas por la escritora Agnes Heller bien puede calificarse como un cambio de veras «radical». Un cambio surrealista de identidad personal. Pues mediante el choque físico y sobre todo metafísico del atropellamiento, Ulises pasa de ser el macho que se consideraba propietario único del eros de una mujer, a ser un artista capaz de compartir con nosotros ese eros de esa ella, Blanca María Patricia, el sujeto que construye el relato tanto desde la situación del narrador intradiegético en primera persona, Ulises en sí, como desde la del narrador extradiegético en tercera persona, Ulises para sí o la autoconciencia de Ulises.

Este Ulises de Enrique Aguilar que a diferencia del Ulises de Homero opta por ya nunca regresar a Ítaca, porque antes también optó por no ir ni siquiera a la Guerra de Troya. Un Ulises extraño, diferente. No desea ser un gran guerrero ni un gran aventurero ni mucho menos un gran marido, nada de eso. Quiere ser un artista enamorado (y perdón por el pleonasmo), como el de la novela Ulysses de James Joyce. Y tal como ese Stephen Dedalus, éste Ulises también fracasa terrible, trágicamente, al tener que encarar con objetividad sus relaciones con el orden materno-femenino, con el orden que ahora llaman de la Diosa Blanca. Gesto que lo lleva hasta ese intento de suicidio que, como les digo, es el clímax de Sin permiso. Para de algún modo morir como macho y sobrevivir como narrador en estos tiempos postmodernos.

También, entonces, este Ulises resulta diferente y extraño respecto de su arquetipo, el Menelao de la novela Gazapo de Gustavo Sainz. Porque al final del relato Ulises no va y se encierra monogámicamente en un cuarto con su noviecita, para convertirla en hoja de papel y escribir sobre ella. El Ulises de Enrique Aguilar sale a la realidad, resuelve un estado de adolescencia, se vuelve adulto. Comprende que la libertad hoy día significa la tristeza de reconocer en forma lúcida que ya no existe la pareja monogámica burguesa, que ya se vino abajo ese encierro carcelario originado por el orden simbólico falogocéntrico del capital financiero. Que Romeo y Julieta como Paris y Helena o Elizabeth Taylor y Richard Burton son sólo desdichados personajes de tragedia.

Porque en Sin permiso la diferencia contracultural del relato, a mi entender, la demarca el lema: «Haz el amor, no la guerra». La todavía vigente filosofía contracultural del «Peace & Love» de los hoy conocidos como jipis y jipitecas de la década de los sesenta. Ya que Sin permiso es una tragedia de la masculinidad en tanto que es un extraño relato erótico, y en definitiva: pornográfico. Puritita pornografía del alma. En tanto que vemos a un varón lucrando con la sexualidad de una mujer que no es ni será su legítima esposa en ningún sentido.

Un extraño relato erótico. Continuación cosmopolita de una larga y compleja tradición novelesca que bien viene y va desde Dafnis y Cloe de Longo hasta El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet o La espuma de los días de Boris Vian. El relato de un mito estructurado por la relación sexual entre dos personas jóvenes, el turbio paso adolescente de la edad de la inocencia a la inquietud permanente de la lujuria cotidiana –tal vez haya quienes vean poca y monótona lujuria en la praxis de Ulises y Blanca María Patricia, pero como todo mundo sabe, hoy día es raro, de veras muy raro que alguien consiga dosis mayores en el mercado internacional, no se diga en el nacional y guadalupano. Aunque entonces esta sabrosa lujuria de Sin permiso es buena y constante y sonante lujuria humana, una sagrada transgresión del orden patriarcal establecido. Tal y como debe de ser: puritita transgresión pura. Entonces y ahora, sobre todo si se hace con higiene y buen gusto. Esa transgresión chiquitita pero eficaz y buena que se conoce como la muerte chiquita. Si nos cuidamos colectivamente para gozarla… Esa lujuria que, según la escritora Guadalupe Amor, hoy día vale y significa más que toda la cultura junta, porque todita la cultura se junta para convocarla, esa lujuria nuestra que hace volar por los aires y disolverse en nada la sustancia de las cárceles patriarcales. Y que por ello debemos hacerla cada vez más y más colectiva, como desearan en sus mil y una noches Baudelaire, Rimbaud y Jarry hace cosa de un siglo.

Sin permiso, entonces, es una tragedia de la masculinidad contemporánea porque hace desembocar el discurso novelístico en el Afuera del orden simbólico falogocéntrico. Nos entrega un relato de macho sin machismo que pervierte las normas de la decencia burguesa o, si quieren, las desarticula y al menos en ciertos instantes las desconstruye y disuelve. Pornografía del alma. Hace que la mente piense lo interdicto, lo que debemos hacer justamente «sin permiso», por nuestra cuenta y riesgo todo el tiempo, hasta en los goces tiernos y desquiciantemente ricos del autoerotismo desbocado.

Sin permiso nos deja imaginar lo que no hay en el mundo y que por eso hay que hacer que haya mucho. Santa Lujuria Libertaria. Porque su trama discurre por las zonas subterráneas y húmedas de la contracultura libertaria. Donde las burdas leyes del padre Layo son en definitiva a diario muchas veces transgredidas por Edipo y Yocasta y Antígona y Polinices, pues el negocio del sexo entendido como «chaca-chaca» deviene de tal modo un asunto ajeno a la procreación, aunque choque con ella y por ello mismo saque muchas chispas trágicas por todos lados. O como dirían en Paradiso los personajes del libro de Aguilar: «Esto de leer buena pornografía del alma es el incendio político que causa a diario la praxis del chaca-chaca secreto.»

Esta vez la tragedia será democrática y laica, emerge directamente de la culturita de los libros de texto gratuito como diría el gran gurú nuestro, Luis Guillermo Piazza, porque en Sin permiso Adán y Eva son bien ateos y la agarran con ganas en lo de comer las manzanas del árbol de la ciencia carnal y sensual, y lo hacen, eso sí, como Dios manda, casi sin parar y sin que les dé diarrrea alguna por culpa de ello. Al menos por un buen tiempo, puesto que en este mundo nada dura para siempre, el tiempo más que suficiente para que ella y él aprendan a reconocer y valorar lo que es el cielo para nosotras las almas mortales. La fiesta de la rica jodienda popular.

Entonces, resulta interesante llegar al corazón de la tragedia. Tratar de establecer por qué habrá de «morir» Ulises en este relato. Y entonces reconocer que la razón de que él y ella no puedan ser pareja se encuentra en el hecho de que Blanca María Patricia decida fingirse embarazada para medir, digamos, el amor de Ulises. Tener que chocar ambos de ese modo con el problema del eros: que tan fácilmente se puedan enredar en forma inconsciente la procreación de la especie, nuestra reproducción a través del «acto sexual». Porque serán los enredos, ojo, del aborto y el no-aborto, o sea, los auténticos enredos de La Verdad y La Mentira, esos enredos del contradeseo patriarcal, querer tener y no-tener hijos todo el tiempo… son el objeto de la separación definitiva de estos dos amantes trágicos. Verona en donde manda Televisa. Los enredos de ese problema histórico. En este caso, ya digo, los problemas psicológicos, los efectos eróticos de ese problema causado a diario por el inconsciente patriarcal aún retumbante… Que la sexualidad, la procreación, el placer físico consciente e inconsciente y el amor se enreden, digamos, indisolublemente, todo el tiempo, enredando y comprometiendo en todo ello el uso diario y constante de la libertad personal y colectiva. Demandando respuestas ante lo comprometido, responsabilidades ante el compromiso. Saber elegir. Punto donde esta novela de Enrique Aguilar conecta con una tradición que conecta con la filosofía existencialista y otras filosofías de esencia literaria, poética.

Porque la revolución sexual que aún podemos llamar del «Peace & Love», o sea, del haz el amor hasta con tu suegra, consiste en tener que pensar reunidas todas esas cuestiones, tal como las enreda el relato de Sin permiso. Convertidas en una pregunta sobre el sentido de nuestras libertades personales hoy día. Un hecho que la convierte, ni duden, en una novela política. Porque afecta en lo primario de la vida política: el sexo como medio de enajenación del sujeto falogocéntrico, el sexo como «dinero», el sexo como contrato asalariado que nos vuelve siervos voluntarios del capitalismo neoliberal. El sexo como objeto del mercado del deseo. Algo que como dicta la sabiduría de Juan García Ponce únicamente podremos deshacer mediante actos perversos concretos, mediante actos revolucionarios de carácter pornográfico, actos que de veras cambien el significado de los actos humanos, comenzando por los mismísimos actos sexuales de los seres humanos contemporáneos.

Yo sí que no lo dudo porque no tengo pruebas de lo contrario: hoy día la cuestión esencial del cambio político está en las transgresiones sexuales. Creo que exactamente de eso hablaba Michel Foucault en todas sus obras y con toda su vida. Transformar la historia y cambiar la vida serán cosa de cambiar de costumbres sexuales, cosa de aprender a desear de otra forma distinta a la heterosexualidad monogámica que protege el derecho a la herencia paterna.

Si el sexo, el dinero y el Estado son las cárceles sustantivas, las cárceles que nos encierran en el capitalismo falogocéntrico neoliberal, entonces hay que actuar en contra de sus normas. Y eso ocurre con los actos eróticos perverso-polimorfos, tales como los narrados en esta novela de Enrique Aguilar. Con todo y que sus personajes prácticamente nunca se clavan mucho, por decirlo así, en lo que no sea en definitiva una larga serie de variaciones circenses de la posición del misionero judeocristiano o sea el mete-saca clásico a la papi y mami o doctor y pacientita, pues, bueno, con todo y eso, son actos incendiarios, actos que nos emancipan ya para siempre del sistema patriarcal, actos que disuelven en el aire las identidades subjetivas falogocéntricas. Hacen que arda en serio nuestra imaginación y que lo haga en torno a las cuestiones del goce erótico y los obstáculos históricos que nos lo prohiben, los obstáculos que no nos dan permiso de ser libres. Sobre todo los obstáculos que invisible pero ferozmente encarcelan nuestros cuerpos eróticos.

La novela como moneda viviente. Para acabar de una vez con el juicio del padre, el patrón y la patria emputecida. Novela política de primera, porque la sangre derramada se manifiesta como la verdadera: sangre de abortos reales y ficticios.

Ya de eso mero también se trata Elías Nandino: una vida no/velada el primer gran texto con esta actitud pornográfica que ahora Enrique Aguilar nos pinta en Sin permiso según otro cuadro de acciones.

Hay muchos detalles del texto en sí que me llaman la atención. Instantes del relato que me dejan entender lo que les digo: la subjetividad masculina y su tragedia crítica. Sí, entenderla. Porque una cosa es vivirla, digamos, es(t)a identidad, y otra cosa es poderla pensar, entenderla, ver y nombrar su funcionamiento, que es la base productora y reproductora del orden simbólico falogocéntrico, el eco que nos recuerda su existencia, todavía. Y que es justamente la fuerza que articula y ordena el relato íntegro de Sin permiso.

Resultaría inútil comentar aquí todos o siquiera los que para mí parecen ser los más importantes. Pero de todos modos no quiero dejar de mencionar algunos.

Debido a ello aquí elijo como ejemplo dos figuras de uno solo de esos momentos de extrañeza ante la tragedia masculina: el momento en sí de la tragedia que les he dicho que encuentro en el relato de Sin permiso. El momento cuando Ulises, ebrio, llore y llore, descorazonado por haber perdido el amor y el contacto con el cuerpo de Blanca María Patricia, sin saber bien a bien por qué ni cómo, decide morir por propia voluntad bajando a ciegas de la banqueta para caminar indiferente y nihilista hacia la muerte postmoderna entre autos a gran velocidad. En ese momento ocurren dos cosas que me parecen dignas de recuerdo… Dos figuras de la inconsistencia de la identidad masculina actual, dos pruebas de que el orden simbólico falogocéntrico ha desaparecido y que ya sólo necesitamos operar libremente para que deje de escucharse su eco postrockero.

Una figura: el coraje, los chillidos moquientos, la borrachera entera y toda la locura rabiosa de Ulises son, ya dije, producto de los celos y las suspicacias machistas institucionales. El sufrimiento que causa la obligación institucional de considerarnos algo así como propietarios del cuerpo de las personas con quienes se tiene relaciones sexuales.

Cuando esto ocurre, ya Blanca María Patricia ha dejado de amarlo por completo desde hace tiempo y él sabe bien eso. Como dice Freud: le incomoda pensar que otros hagan con ella lo mismo que él hizo, o sea, se engaña de esa forma, creyendo que se hacen cosas en otras personas y que hay propiedad privada de todo eso. Lógico, nada entiende. Vive una situación alucinante, sin sentido. Pero destructora de la conciencia. Se muere. No sabe cómo desprenderse del sueño de amor varonil, ese sueño de encarcelamiento en la pareja monogámica. La creencia de que el amor únicamente es real entre dos personas, como se cree que ocurrió en la vida intrauterina entre el hijo varón y la madre. Un sueño neurótico machista. Pero ya digo que un espejismo con una fuerza trágica terrible, capaz de gobernar y controlar la conducta de los individuos. De ese modo encara Sin permiso el significado del amor burgués, digo yo.

Y otra figura: cuando Ulises ya está en medio de la calle dispuesto según él a morir, al sentir pasar a su lado los autos a gran velocidad, el machín suicida se arrepiente en el acto, pierde todo su impulso romántico, se vuelve práctico, siente grandes ganas de sobrevivir y trata de llegar sano y salvo al otro lado. Piensa que de hacerlo todo bien y llegar con vida a la otra banqueta su existencia cambiará por completo, tal como habrá de suceder de cualquier manera con todo y que de inmediato saldrá volando por efecto del golpe de una defensa de auto.

Creo que estas dos imágenes dejan ver la intensidad con que el relato de Sin permiso va descifrando el funcionamiento de la identidad viril falogocéntrica que ya ha dejado de existir. Los ecos de este encierro subjetivo, tema de prácticamente toda la novela contemporánea. Y en esa forma estas figuras del relato de Enrique Aguilar demuestran el funcionamiento de la novela hoy día, en tiempos postmodernos. El valor revolucionario del relato de ficción novelesco como despertador de la imaginación salvaje, la imaginación que nos salva de la domesticación neoliberal tardocapitalista. El discurso del poeta enamorado, cuando descubre que es sólo como macho sin macho es del único modo en que puede decir la verdad, el discurso que nos deja pensar que entendemos a las demás personas y comprendemos de algún modo el sentido de la vida, aunque sólo sea en theoría, sólo gracias a la sobrenaturaleza de la escritura y sus poderes literarios. Cosa que vuelve al texto de Sin permiso en algo entonces muchísimo más complejo que la trama psicológica o las actitudes de sus actuantes, pues la muestra como una compleja y delicada operación de escritura, o sea, la construcción de un gran silogismo surrealista para seguir pensando y realizando la libertad humana por encima de la filosofía y la historia. En donde los libros nos incendian la cabeza.

Por eso: muchas gracias, Enrique Aguilar.