Archivos de la categoría ‘Reseñas y ensayos’

Por Enrique Aguilar R.

Cuando me enteré del proyecto de mi querido Ignacio Trejo de “hacer” un libro de “autoentrevistas” me pareció, en el mejor sentido de la expresión y sin que ésta sea una celebración de nuestras mutuas inclinaciones etílicas, una “puntada de borracho”. Supuse que a los escritores que les propusiera participar en “eso” les parecería lo mismo que a mí, y que cuando mucho varios le dirían que sí, pero no le dirían cuándo, como dice la canción, y que así, en el santo olor del aplazamiento indefinido acabaría la ocurrencia de mi amigote…

Pero ¡oh, sorpresa!, resultó que muchos escritores, algunos que, por conocerlos, me suponía, para estas danzas, erizados de alfileres, como José de la Colina o Emmanuel Carballo, sí resultaron convencidos por las indudables artes cautivadoras de mi cuate, y se pusieron a teclerar, muy laboriositos ellos, y le entregaron a este antologador de confidencias unos textazos, donde sin ningún pudor ni reticencias ellos solitos se bajan los pantalones y…  enseñan parte de su alma, de sus más profundas obsesiones e intenciones.

Al leer este texto que Ignacio firma junto con Ixchel Cordero Chavarría, se percibe un olor a diván freudiano, por aquello de “déjalos que hablen para que te enseñen qué traen en las tripas”, pero en medio de ello se capta asimismo la genialidad del planteamiento “autoral”, porque bastó con colocar a varios de estos pesos completos de las letras nacionales en esa suerte, para que ellos solitos dejaran salir de su ronco pecho unas declaraciones que a más de espontáneas son sensacionales.

En este libro que ya es un imprescindible en las lecturas de cualquier interesado en la literatura mexicana contemporánea, don Rubén Bonifaz Nuño, nadie menos, se asume como un “pelado” de la colonia Guerrero, y desde la cumbre de la academia y la erudición recuerda sus años de pobreza, su vida como niño de barrio y a sus amigos queridos como Ricardo Garibay. Al hacerlo, da una impresionante lección de vida, al hablar, de paso, de la vejez y la enfermedad, con su voz de poeta y su mirada de gran filósofo.

En este librazo, por mencionar unas pequeñas pistas a vuela pluma, doña Enriqueta Ochoa cuenta cómo se hizo poeta ella solita y habla con mucha calidez de su familia de Coahuila. De la Colina se autointerroga mediante un “enemigo” y con la malicia del buen cuentista termina haciendo un ensayo chistoso, con sus notas de pie de página y citas de poemas, para dejarse ver como un profuso tecleador. Víctor Sandoval muestra cómo fue trepando a través de la burocracia cultural hasta conseguir hacerse un mausoleo en Aguascalientes. Con su habilidad de dramaturgo, Fernando del Paso exhibe al diálogo como un excelente método para elaborarse una (muy merecida) auto alabanza. Gustavo Sainz no desaprovecha la ocasión y vuelve a contar sus aventuras juveniles, y de ese modo le agrega otro ladrillo al monumento a la experimentación con el lenguaje y el punto de vista narrativo que es su escritura en general. Ignacio Solares se saca solito del closet como el cura que no fue, pero que le hubiera gustado ser, y de paso expone sus obsesiones espiritistas, por llamarles de algún modo. Emmanuel Carballo hace el recuento de su vida de galán y en cierto modo explica cómo fue que por andar de enamorado y “revolucionario” acabó en Cuajimalpa y no en Harvard. Víctor Hugo Rascón Banda, en uno de sus últimos textos, con su temple de gambusino habla de su vida de abogado y dramaturgo, explica cómo es posible abordar teatralmente los temas de la nota roja, y además enseña cómo seguir viviendo con base en el amor a la existencia. Manuel Echeverría explica que fue una foto la que lo lanzó a la escritura, y deja ver la gran admiración que le tiene a su papá. Raúl Renán se pone a jugar y deja ir la gran oportunidad de exponer el alma de un poeta y publicista. Con su admirable estilo barroco guanajuatense María Luisa “La China” Mendoza se queja de sus amores y desamores, de sus apoyos y “desapoyos” y al final se deja ver vigente con la pluma. René Avilés se auto defiende como cuentista, pero termina aceptando que a su pesar le ha ido mejor con sus novelas, aunque no con todas, y explica también cómo se le ocurrió hacer su fundación, y más allá de aceptar ser un proclive visitador de camas ajenas, termina por confesar su amor a la gran Rosario. Gonzalo Martré, a través de un alter ego, se autointerroga y expone cómo es que ha intentado infructuosamente que a los lectores les gusten sus temas, algunos más cercanos con los laboratorios de análisis clínicos, y sin querer deja ver, también,  que no sabe ni le interesa corregir sus textos. Al último, pero no al final, José Agustín explica todo el gran trabajo intelectual que puso para hacer sus más recientes novelas, pero sobre todo Vida con mi viuda, y con ello el gran maese vuelve a seducir a sus fans.

Autoentrevistas de escritores mexicanos, publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en su colección de Periodismo Cultural a finales del 2007, en otro detalle interesante y simpático, se inicia con un ensayo de sus autores en el que hablan con tino y amenidad del quehacer periodístico, con énfasis, obvio, en la entrevista, género que, ¡oh paradoja! ellos no practican en este volumen, introducción cuya cereza hubiera sido que ellos contaran qué les dijeron o cómo convencieron a todos estos sujetos para que participaran en este ameno e ilustrativo experimento.

Como dice el verso de Sabines, no lo sé de cierto, pero supongo que a varios Ignatius los convenció sólo con su indudable simpatía, a otros con eso más su prestigio como crítico literario, y a los demás con todo lo anterior más la lista de los nombres de quienes ya habían aceptado participar.

A los lectores primerizos les puede parecer que los autoentrevistados que aparecen en este libro “así hablan siempre”, pero quienes ya llevamos algunos años de vuelo sabemos que no es así, y que las grandes y profundas confidencias que aparecen en este volumen son producto de la creativa ausencia de Nacho como entrevistador… en su libro de entrevistas: ¡un golazo de fantasía!

Por Enrique Aguilar R.

Con su voluntad de transgredir las formas narrativas convencionales, Gustavo Sainz volvió a sorprender a los lectores, mexicanos y no, con A troche y moche, su novela número quince, y por la cual a finales del 2003 le otorgaron el Premio Narrativa Colima, “a la mejor novela publicada en ese año”, y también el Premio de Narrativa México-Quebec, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del mismo lapso.

Esta obra doblemente galardonada es una larga cadena de oraciones sin punto final, enunciados con los cuales se narra por medio tanto de monólogos interiores, como de breves intervenciones de un narrador omnisciente, los pensamientos, reflexiones y percepciones de un escritor víctima de un secuestro, y que en esa incómoda situación recuerda lecturas, datos y anécdotas.

Aquí el narrador creado por Sainz se refiere tanto al programa de televisión de Cristina la cretina –que por la frecuencia con la que sus captores lo sintonizan al parecer la toman como su filósofa de cabecera-, así como a conocimientos especializados sobre filósofos y narradores griegos, la antigüedad del mundo, la mitología, la poesía y la vida cotidiana.

Desde su incursión en la narrativa mexicana con Gazapo, Sainz fue catalogado como integrante de los escritores de “la Onda”, ese gran grupo narradores que escribían sobre las aventuras de personajes adolescentes, proclives al rock, el alcohol, el sexo y las drogas, gran clan que en realidad no era tal, y que en los hechos se redujo a tres integrantes: Parménides García Saldaña, que sí le ponía a la mota y al alcohol, igual que sus personajes, pero él en lo personal no mucho, no por falta de ganas sino de capacidad física, porque a decir de José Agustín, el integrante principal de ese conjunto 🙂 el buen Par con poco más de una cerveza y una bacha se ponía hasta el gorro porque tenía una lesión cerebral. Los otros integrantes de esa banda fueron José Agustín, quien sí se metió en casi todo tipo de aventuras psicodélicas, pero que con justa razón rechaza la clasificación “ondera” por simplista, y Jesús Luis Benítez “el Buker”, quien se ahogó en un arroyo de alcohol y nada más produjo un librito de cuentos que para su mala fortuna fue editado con las patas y la mayor parte del tiraje acabó mal compaginado y peor encuadernado.

Sirva este breviario cultural para mencionar –porque mi pecho no es bodega, como decía el filósofo de Tlalpujahua-, que si algunos vicios sí tiene Sainz, éstos no son ninguno de los mencionados sino los de: dormirse temprano, leer novelas complicadas, buscar la compañía de chicas jóvenes y bonitas (aunque en éste último rubro, con la edad, el gran magíster ha bajado bastantito sus estándares) :), el comer pan de dulce, ver películas (por lo menos una al día) y anotar de manera inexcusable en su diario personal y en su agenda, los hechos más relevantes de cada uno de sus días, sus lecturas, sus citas.

Al hablar de Sainz, me refiero al escritor que se atrevió a contarnos casi en forma de bolero romántico –me refiero a su novela Compadre Lobo– cómo es que un par de vagos de un barrio cualquiera logran convertirse en jóvenes intelectuales, uno como pintor y el otro como escritor. También puedo hablar de un novelista tan vanguardista que en La novela virtual escribe sobre los ligues de un casi viejo profesor de universidad gringa, tanto con una chica a la que sólo se le identifica porque está buenérrima y trae un anillo en el ombligo, que se amarra a una jovenzuela a la que impresiona con el erudito contenido de sus mensajes por correo electrónico.

Para no alargarme sólo agregaré que Sainz ha sido capaz de contarnos la novela dentro de la novela, en Muchacho en llamas, o la novela dentro de la novela dentro de la novela, o sea la novela de tres pisos, en Quiero escribir pero me sale espuma, o una novela sólo a base de preguntas en La muchacha que tenía la culpa de todo, o una historia con base en pura notas de pie de página, como en Con tinta sangre del corazón, o la historia de una chica medio loquita, a partir de una narrador homo-extradiegético que recoge y ordena los monólogos de esa chava en La Princesa del Palacio de Hierro (como lo demuestro en mi tesis de doctorado) 🙂 , y ha estructurado una novela sólo con puros principios de narración en Fantasmas aztecas

Con esos retos, motivaciones, obsesiones imaginativas puestas por escrito, Sainz parece decir: todas las demás drogas y excesos, excepto el de la afición por las chicas, salen sobrando… y por ello se puede afirmar también que él es el escritor mexicano más alucinado, o mejor, más alucinante, novela a novela.

Y si se tratara aquí de intentar descubrirle más trucos narrativos al gran magíster, se puede señalar que por ese flujo de la conciencia del escritor secuestrado que aparece en A troche y moche, lo que se puede apreciar son múltiples líneas argumentales que abarcan tanto las enfermedades y diversas formas de morir de infinidad de artistas y escritores, hasta reflexiones sobre el placer, el deseo, la sexualidad, Dios, el tiempo, la filosofía, la oscuridad y el espacio, en un ameno y a la vez sorprendente despliegue enciclopédico.

Hace muchos años, Sainz dijo: la fortaleza de la novela reside en su capacidad de contenerlo todo, o casi todo, y desde hace muchas novelas, como aquí brevemente se ha ejemplificado, una y otra vez se ha arriesgado a demostrar eso que él planteó, y que en A troche y moche se ve mejor que en sus novelas anteriores, y que es el hecho de que en efecto todo cabe en una novela, pero con el único, indispensable y complicado requisito de que ese todo, es necesario saberlo acomodar.

El asombro, el placer y la admiración que provoca la lectura de A troche y moche, y ahora que lo lean lo van a comprobar, reside en el tino con que Gustavo Sainz ha sabido acomodar este material narrativo que tiende hacia la totalidad.

 

*Una versión “descremada” de este texto aparece como prólogo de la edición de A troche y moche publicada dentro de las “Obras completas de Gustavo Sainz” colección editada por El Ermitaño.

 

Por Enrique Aguilar R.

Compuesto por una “Advertencia” con un simpático aire de diván psicoanalítico, una “Presentación” en la que el autor documenta su relación con la ciudad de México como tema, y con la literatura como soporte del mismo, más 20 pequeños ensayos en los que analiza varios textos de Carlos Monsiváis en los que éste aborda varios hechos sociales relevantes que han tenido como escenario a la gran urbe a lo largo de varios años y libros, La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, es un volumen de Jezreel Salazar, egresado de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos de la UNAM –cualquier cosa que eso signifique, como diría el cronista-, libro el cual tiene además los méritos, primero, de ser una detallada explicación de las ocupaciones y preocupaciones monsivaítas, lo que no es poca cosa si se toma en cuenta que en cuestiones de lenguaje el más ilustre vecino de la colonia Portales a veces suele manejar algo parecido al “español neobarroco”, como varias veces ya lo demostró el maestro Luis González de Alba, y además sin posibilidad de réplica.

Otro de los logros de este volumen es el haber sido reconocido con el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes 2004 otorgado por el CNCA, el Consejo para la Cultura de Nuevo León, la UANL y hasta el municipio de Monterrey. O sea que ganó con un tratado sobre los chilangos, pasando por encima del conocido chovinismo regiomontano, al menos por lo que se refiere a la mayoría de las instituciones convocantes.

Una ventaja más de leer esta criatura de Salazar es que vistos así, en conjunto, los textos de Monsiváis, provenientes lo mismo de Días de guardar, cuya primera edición salió en 1970, como de Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza, que data de 1987, pero principalmente de Los rituales del caos que apareció por primera vez en 1995, al lector le queda claro que más que crónicas, todos esos textos son ensayos en el más literal sentido del término, porque en ellos hay propuestas de conclusiones, o definiciones provisionales, y hasta sentencias temporales respecto de las acciones, intenciones y actitudes de los citadinos, los habitantes de este desorden urbano, de esta catástrofe convertida al mismo tiempo en tragedia, fiesta y ritual cotidianos.

Vistos al detalle, a través de la mediación de Salazar, los escritos urbanos monsivaítas dejan ver más claramente que a lo largo de los años este supuesto “cronista”, desde que elaboró su muy temprana Autobiografía, la cual fue publicada cuando él tenía 28 años, lo que se propuso fue dar a conocer sus impresiones de los más diversos actos sociales, bajo el planteamiento implícito de “aquí cada quién tiene su punto de vista, y para que vean lo que es fomentar la democracia, les voy a dar a conocer el mío, junto con el del vecino, el del conocido y varios más recogidos o inventados al paso”.

La gracia de este método, como la intermediación de Salazar lo deja ver más bien, con más detalles, es que Monsiváis utiliza su memoria prodigiosa, su sarcasmo y su erudición, lo mismo para sorprender que para deslumbrar y hasta informar a los lectores de sus textos, quienes al mismo tiempo que se reconocen en las escenas y situaciones que él retoma, le festejan que o él las vea con más atención o cuidado, o de modo que recupere las paradojas que las hacen memorables.

La noción de que los textos de Monsiváis son ensayos se deja ver mejor a través del trabajo de Jezreel Salazar, por medio de las comparaciones que este investigador universitario hace entre varios textos que se refieren a un mismo tema. De este modo por una parte se ve cómo el análisis monsivaíta se ha ido refinando con el tiempo, pero también así se explica la aparente ubicuidad de este testigo privilegiado: recurriendo al propio archivo, y con unos cuantos retoques, observaciones e intuiciones, se puede elaborar la siguiente colaboración.

Pero si algo se le puede reclamar al analista del analizador, en este caso, es que por un lado no dé la referencia precisa de sus  fuentes: Salazar cita autores, pero no menciona los textos de donde sacó los comentarios, y cuando pone citas de pie de página, por un lado topográficamente las coloca fuera de lugar y, por otra parte, en ellas alude o menciona los textos de Monsiváis, en comentarios que bien podrían ir colocados dentro y no fuera de la página.

Más allá de estas pequeñas deficiencias, tal vez producto tanto del entusiasmo, como de la voluntad de no desviar la atención, los reflectores, del trabajo monsivaíta, lo que el texto de Salazar también deja ver es la inclinación del ensayista por darle un toque entre místico y litúrgico, pero irreverente, tanto a sus textos como a los títulos de los mismos: “Días de guardar”, “De la santa doctrina al espíritu público…”, “Duración de la eternidad”, “Los mil y un velorios”, “Nuevo catecismo para indios remisos” son algunas muestras de cómo desacralizar las acciones al grito de ¡aleluya, aleluya: que cada quién agarre la suya!

El dicho dice que “todo se parece a su dueño” y si en este caso se quiere comprobar su certeza se puede recurrir al argumento de que así como en la portada de La ciudad como texto aparece Monsiváis en una foto de medio cuerpo, mirando de frente  y despeinado con todo cuidado como suele andar, así Jezreel Salazar nos vuelve a mostrar cómo es que los escritos del joven de la foto -obvio es que se refiere uno a su espíritu-, a lo largo del tiempo se ha ido a meter lo mismo a las peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe, que a los festejos de los muy provisionales triunfos de la selección nacional de futbol en el Ángel de la independencia, o ha analizado las características y los resultados de las principales movilizaciones sociales habidas en la metrópoli, como el movimiento estudiantil del 68, la solidaridad durante los terremotos del 85, o la muy cotidiana que se da a todas horas en el metro, y de todas esas acciones el portador de la chamarra con todo y manchas ha obtenido datos inéditos, escenas conmovedoras y juicios no exentos de ironía, para llegar a conclusiones no por contundentes menos tentativas.

Jezreel Salazar. La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, 2006.