Cantando el triunfo de las cosas terrestres, de Efraín Bartolomé

Por Enrique Aguilar R.

El más reciente libro de poesía de Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950) Cantando el triunfo de las cosas terrestres, editado por la Universidad de Ciencia y Tecnología Descartes de Chiapas en julio de 2011 pero que hasta hace unas semanas empezó a circular en las librerías, tiene una “Advertencia”, que dice: “En la primavera del año 2000, invitado por el Instituto de Historia Natural de Chiapas, visité la casi inaccesible Reserva de la Biosfera El Triunfo, en las alturas de la Sierra Madre. La estancia en uno de los últimos territorios sagrados del planeta, los inesperados regalos del generoso azar, la conmovedora belleza del entorno y sus criaturas, así como el desasosiego generado por la conciencia de su fragilidad, generaron la obra que el lector tiene en sus manos”.

Este es un gran libro no sólo por su formato, que es de treinta y dos por veinte centímetros, sino también por su contenido, ya que “En estas páginas —sigue la “Advertencia”—, prosa y verso contribuyen al intento de nombrar la luz… o de agudizar sus perfiles dramáticos en su eléctrico encuentro con la sombra. Todo para que nuestro hermano y semejante vea”. Y en efecto, este volumen está estructurado por dos partes, una en versos y otro en prosa que en varios segmentos alcanza la categoría de poética, cada una de las cuales se inicia cuando la otra termina, y ambas se complementan de modo intenso, porque lo que en una parte se dice en versos, en la otra se describen las circunstancias y escenarios en que surgieron los poemas, lo cual recuerda los poemas, narraciones y memorias de otro poeta, Pablo Neruda, en que sucede algo similar: poemas e historia personal que se complementan.

El primer poema de este volumen, “En el parteaguas”, sirve para conocer el escenario, el propósito y hasta el posible trágico destino del libro y el espacio que lo originó: “Allá/ En lo alto/ Bajo aquel cielo/ Soportando el peso del sol y las constelaciones/ Resistiendo el peso bruto de la gloria/ Bajo las nubes más cargadas/ Bajo el viento// Allá/ que es aquí/ pongo mi casa pasajera para ver los misterios y cantar/ y celebrar el triunfo de las cosas terrestres/ y su gloria magnífica// Sí: las cosas terrestres/ y su amada/ su impensable/ su indefensa fragilidad/ tan frágil/ como la alta belleza de esa hoja que se asoma al abismo/ desde una rama que apenas la sujeta por un pecíolo leve/ ya roto”.

La parte poética es la más amplia, pues tiene noventa y ocho páginas, y la parte de la prosa cuarenta y cinco. Se puede decir que este libro es un recorrido por esa zona sagrada que visitó el poeta y a lo largo de la cual fue recogiendo paisajes, circunstancias, diálogos, escenas, encuentros con la flora, la fauna y los fenómenos meteorológicos de ese sitio geográfico privilegiado. De entre la fauna del lugar, tres aves llaman en especial la atención del bardo: el quetzal, el pavón y la tangara.

Observar animales en su espacio natural no es fácil. Para lograrlo se requiere paciencia y suerte. El quetzal es el más difícil de encontrar y ver: “Cuando al fin acepté que ya no lo vería/ y mi espíritu se sentó a descansar en una piedra/ allá dentro de mí/ la gran hoja esmeralda voló frente a mis ojos/ como una lenta ráfaga/: la precedía algo como un golpe de sangre/ en el cogollo fulgurante del rubí// Lo vi ascender:/ súbito como una idea y lánguido como la memoria/ El quetzal fue a posarse en las ramas más altas/ de un follaje que era apenas menos grande que el cielo/ Lo siguieron mis ojos/ Tras de mis ojos lo siguió el asombro/ Tras de mis ojos y el asombro/ volaba/ muy lentamente/ el tiempo”.

Bartolomé es un poeta que observa al mundo y que a través de sus poemas comparte eso que vio. Sus textos, en verso o en prosa, hacen más grande nuestro universo. En el caso de Cantando el triunfo de las cosas terrestres nos hace ver maravillas que con los propios ojos lo más seguro es que no hemos de ver, pero también nos deja ver las amenazas que para su sobrevivencia penden sobre ellas, como en el poema “¡Duro, mi comandante, préndale fuego!”. La lectura de este libro es de esas que llegan hasta el fondo.
(Publicado en la revista Siempre! del 22 de julio de 2012)

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